La toma de la casa
Nos
gustaba la casa porque podíamos estar a gusto, explayarnos, sentarnos en el
parque durante horas, debatir nuestros problemas individuales y sentirnos en
comunión como grupo.
Nos
sentíamos bienvenidos por parte de la Chamana y el Ermitaño. La masía estaba
en medio de la ciudad, pero no se notaba. En la cima de una colina, dominaba un
enorme parque arbolado de más de 3.000 metros de extensión. Con subidas, bajadas
y senderos en los que perderse. La chamana era una mujer carismática, de unos
37 años, tímida pero a la vez expresiva. Nos ayudaba en nuestros “procesos”
como le gustaba llamarlos.
Jamás
habíamos entrado a la casa. Nos costaba distinguir cual era la relación de la “
Chamana “ con el “ Ermitaño” , así habíamos bautizado al propietario de la
Masía. No entendíamos si habían sido pareja, si se conocían de antes, si el Ermitaño le prestaba la casa, si se habían separado o si eran amigos y solo
estaban juntos a raíz de nuestros encuentros grupales.
De
cualquier manera, habíamos dejado de subir a la masía y de hacernos preguntas
incómodas acerca de quienes hospedaban nuestros encuentros fraternales. Hacía ya más de un año del último retiro, que
no había terminado bien.
Nos
encontramos los 10 al pie de la loma de la masía, como si la pelea final no
hubiese sucedido nunca, como si nuestras resonancias no nos hubieran alejado
del todo. Sobre las 9 ascendimos la loma
a pie. Habíamos decidido intentarlo de nuevo, volcarnos en un reconocimiento
periférico y recíproco que nos permitiera volver a conectar con lo esencial.
La
casa lucía vacía. Jamás habíamos entrado, lo teníamos prohibido, pero
entendíamos que había algo que cambiaba fundamentalmente en este entorno. Desde
las primeras veces respetar la vivienda sido una norma inviolable. El niño, que se identificaba por un patinete o
un carting en el porcho, había sido una presencia constante en nuestros
encuentros de hacía año y medio. Pero hoy ni aparecía ni desaparecía como antes. Se había perdido todo
rastro de él, inferíamos en su momento que era el hijo de ambos, o que era el
hijo de ella y él lo había adoptado, pero no lo podíamos decir con certeza.
Nos
ubicamos donde siempre, en un claro del bosque lateral. Hicimos varias rondas
para expresar como nos sentíamos. Luego de la pausa para comer, logramos
recrear las buenas sensaciones. Volvimos a practicar los ejercicios de
acercamiento, intentamos recuperar la magia dormida. Cuando empezó a caer el sol, nos desplazamos
al porcho. El Ermitaño estaba ausente y la Chamana no había
subido. Nos acercamos, nos besamos, nos abrazamos.
Habíamos logrado un grado de intimidad intensa. Entonces escuchamos los gritos.
Parecían
aullidos de niños atormentados, perdidos en el bosque, o peor aún dentro de la
casa. Parecía una ilusión noctámbula de algunos de nosotros, alguna salvajada
que nos hubiera ocurrido o que anidaba en nuestra fantasía más oscura.
No
les dimos mayor importancia a los gritos, dudamos sobre la veracidad de esa
percepción colectiva. Ya de noche, cuando estábamos dispuestos a partir, a
mitad de camino entre el portón y el sendero para bajar la colina, los volvimos
a escuchar. Esta vez sí se distinguía lo que decían. “Estamos perdidos”, decían
todos a coro. Nos tomamos las manos.
Regresamos
al porche en una carrera desenfrenada. Nos asomamos donde nunca nos habíamos
atrevido mirar. La puerta de vidrio daba al comedor central de la casa, donde
anidaban un hogar, una chimenea y una mesa grande. En el espejo, se reflejaban los rostros de los niños. Los podíamos reconocer uno a uno y en su
conjunto.
Tomamos
consciencia de que éramos nosotros, no los niños, los que estábamos pidiendo
auxilio.
Todo
se fundió en un solo grito final de espanto en el que se crisparon nuestros
rostros, que eran los de los niños que gritaban desde adentro de la casa.
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