La caída

 





Esa madrugada, como muchas otras, googleó su nombre para descubrir lo mismo de siempre y pensar que hacer para cambiar su destino. Justo las 3.40 AM, sonrió.

Mankilevich, Aarón, Aarón Mankilevich, Aarón Moisés Mankilevich, daba igual como lo hubiera puesto, los resultados en Google eran los mismos: “Inhibido de sus potestades administrativas, impelido de ejercer control sobre sus bienes, en manos de administración concursal”.

Estaba claro en Google,  cualquiera podría acceder a esa información. Y ahora esto: La denuncia penal de aquella chica a la que extorsionó en la fábrica para conseguir el empleo. “Denunciado por acoso sexual y sostenido en primer grado”.  Aarón Mankilevich estaba perdido.

A los juicios por fraude, a las mentiras sistemáticas a su esposa Sara y a sus hijos, a las denuncias por estafa se agregaba esto. 

CONDENADO POR ACOSO, decía y se reproducía la sentencia. Esa información ya no iba a borrarse.  No podía aspirar a una mujer en Tinder. Ni sus propios hijos podrían encontrar otra cosa en Google,  que anulaban cualquier mérito de una vida trabajosa y mediocre.  Ningún cliente imaginario de una dimensión futura, , le haría un encargo a su fábrica de lámparas de led.  

¿Quién quería a Aarón de verdad, quien iba a fijarse en sus logros o fracasos por Internet para abrazarlo como parte de una hermosa y pequeña familia, humana, cálida, integrada? Sus hijos no. Tampoco había cultivado amigos en el entorno competitivo del Led. Solo enemigos y acreedores.

Hacía rato que Sara Petrinski, su primera novia y esposa, lo había dejado por un acaudalado banquero catalán, con residencia en el Empordà, heredero de un decadente imperio textil, oriundo de Terrassa. El relato de su falta de fiabilidad se había instalado en su pequeño núcleo familiar y había corrido por las redes dejándolo fuera de juego. Aarón no tenía ya a donde volver sin humillarse al peor de los desprecios: el de los seres que amaba. Nadie que tuviera que ver con la prestigiosa familia Mankilevich, que desprendía sus ramas por Buenos Aires y Barcelona quería saber nada de él que no estuviera en los buscadores.

Siempre había pensado en cambiar de disfraz, de identidad. Alguna manera tenía que haber de engañar a los buscadores. Si introducía Arnaldo Mankilevich, solo unas letras de diferencia, aparecía alguien que se llamaba casi igual y quizás hubiese alguna forma de que fuese él,: Entrevistas en el New York Times, publicaciones en Science, informes de beneficios y hasta una mención en revista Fortune como uno de los empresarios del año. Arnaldo, hijo de su ti Arnaldo Mankilevich,  había contribuido con su PHD en ciencias exactas y su master de Harvard en negocios corporativos en biotecnología al desarrollo de la vacuna del COVID 21 y a una serie de inventos genético-tecnológicos, injertos en seres humanos con chips publicitarios, que salvarían el planeta a través del Big Data. Ni hablar de las páginas subsiguientes, donde se ahondaba en las causas penales contra Aarón y en los logros de Arnaldo como si fuesen una misma persona con dos caras. “Lo complicado” pensó Aarón “es que no hay donde quejarse” La información era teóricamente objetiva.

 La sombra de su primo Arnaldo había recorrido   su infancia, sus largos años de exilio voluntario en Estados Unidos y Europa y ahora cobraba más presencia, en estas búsquedas de Google. Varias veces lo había revisado en terapia, a ese destino, antes de este desastre, cuando todavía se podía permitir el lujo de pagarle a alguien para hablar de sus traumas de infancia.  

Los padres de Arnaldo volvían con doble caseteras Sony y guitarras Guibson de Nueva York. Arnaldo se sumergía, sin invitarlo, en los juegos sofisticados con tubos de ensayo en los que se podía producir hasta una reacción química en cadena. Aarón tenía fama de llorón, entre sus hermanos, con sus padres, con sus primos. Aarón lloraba de dolor y envidia cuando le trajeron a Arnaldo unas pantallas verdosas con los ATARI en el que se desplazaban de una punta a la otra los guerreros del WAR IN THE STAR. Luego le obsequiaron un Apple a Arnaldo, una maravilla de la sofisticación informática que no se sabía para que podía servir. Aarón llegaba tarde a las fiestas de cumpleaños, donde  hermosas niñas temprano iban buscando su pareja ideal en los núcleos cerrados y religiosos de la colectividad. Se refugiaba a llorar en el baño de servicios, aterrorizado,  hasta que terminaba el cumple. La humillación no terminaba ahí, era el último en irse siempre, sus padres tardaban en buscarlo.   

El mundo aplaudía desde siempre a Arnaldo, campeón de tennis, basket y pelota jai alai a los 12 años, desposado con Claudia a los 21,  entregado a los negocios de la industria farmo química desde la obtención de todos sus títulos en Harvard y Stanford.

Esa madrugada, a las 3.40 AM en la octava página de Google lo encontró: Arnaldo Mankilevich fallecido por COVID 21, víctima de la quinta ola, la más letal, de la cuarta pandemia.  Aarón sonrió aliviado y tuvo una iluminación bíblica. “ Al final” pensó, “somos todos mortales”.   

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