Despojo


A todas las derrotas posibles Mbutu Alamazer le agregó la peor de todas: la derrota de la soledad. Era como esas noches de sábado que comenzaban con ilusión, con la líbido en alto, observando los cuerpos por las avenidas y a la entrada de las discotecas. Esos sábados que terminaban en domingo, ya cuando despuntaban las 3 AM y no había nada que hacer. Los cuerpos eran ilusiones, los besos no se acercaban a la piel, los delirios sensuales se transformaban en un regusto a alcohol quemado y la oscuridad se cernía no solo sobre el asfalto, sino sobre el alma herida y abandonada.

Fotos: Museo Fernando Pessoa, Lisboa

Así era, ahora, la vida, para Mbutu Alamazer. Más allá de las tardes de sol poniente junto al mar transparente y de la belleza intrínseca del fondo de los arrecifes,




no parecía quedar nada que lo consolara por tanta pérdida, tanto dolor y tanto
desperdicio que se arrojaba sobre sí mismo.

Luego de un año de gloria sensorial en el que había disfrutado a diario la sensualidad de los cuerpos, ahora se le cernía por lo menos una década de condena al ostracismo y la soledad. Un placer sensorial era castigado con una pena de destierro y olvido de por vida. Así funcionaban las cosas cuando uno lo que hacía era traicionar, especular y manipular.

Así se lo hicieron saber las dos mujeres, que habían hablado entre sí, a Mbutu. “ No juegues con nosotras, llevamos las de ganar”. Entonces Mbutu entendió que ganar era perder. Que jugar siempre conllevaba el riesgo de hacerse a la mar con algo inconsistente, que se diluía y se estampaba contra el horizonte mientras el calor de la tarde consumía unas burbujas de infusión caliente para aliviar tanto dolor.


Mbutu aprendióa convivir con ese dolor. A sus 57 años no le quedaba opción: aceptar y morir. Esa era la alternativa. No morir en sentido figurado ni literal. Si no morir en el deseo de alternar de dialogar y de encontrarse en los cuerpos en la tarde vacía. Mbutu aprendió el arte del no perdón. Del abandono absoluto. Al final de cuentas, los años que le quedaban no eran tantos. Y aprendió que para transcurrirlos, para integrarlos, lo único que tenía que hacer era aguantar noches eternas de angustia, días vacíos de dolor, penas infinitas de estar estropeado como un perro al que dejan solo en la tarde vacía.

Así estaba Mbutu cuando apareció algo que le dio una mínima esperanza para seguir vivo: su propia imagen en el espejo. Deteriorada, ambigua, apagada y despojada.

Se le habían cerrado todas las puertas. Y cuando decía todas, se veía ahí, viejo, hirsuto, gordo como una piedra, quieto como una iguana. Su madre había dejado de hablarle, desinteresada de su ventura en medio de su devenir cíclico, reclamándole cuidado. Su hija no le hablaba, enojada con la vida con él y consigo misma. Sus hijos lo desplazaron para invisibilizarlo. Sus clientes y amigos lo abandonaron a su suerte, perdido en el olor del azufre, diabólico y artero como era, nadie lo quería cerca.

Así es como Mbutu Alamazer finalmente se quedó solo. Ni hablar de su ex, que le propuso una amistad inocua donde era algo menos que un equeco castrado y un pelón sin alma que se arrimaba a rogar e implorar un regreso que la gracia divina jamás le iba a conceder después de todos sus pecados y traiciones.



Mbutu Alamazer, el traidor, el sujeto de sus deseos, el inocente víctima de sí mismo, estaba en la redada y sabía que sus chances eran mínimas: pasar desapercibido, dejar de ser él mismo y acabar en una cuneta rogando y llorando por clemencia.

Entonces, Mbutu amaneció. Se puso a escribir todo esto. Y como por arte de magia, decidió otra cosa. Decidió que estaba en su sitio. Caminó por el acantilado mientras el sol anaranjado teñía las nubes de sangre. Se puso a inventar una historia que él mismo podría creerse. Caminó en dirección al horizonte, sin detenerse un instante a mirar atrás, dejó entre las nubes el sol de sangre y se dijo: “ Mi cuerpo me llevará al sitio del que proviene tanto dolor, voy a caminar ahora”. 

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