Barcelona se extingue




Barcelona…arde. No puede ser solo el cambio climático, el turismo geocentrificador, la estampa de la ciudad abandonada a su suerte en el zénit de un verano inclemente, desmedido, inconmensurable. Debo ser yo, en esta cafetera que hierve y hierve porque he venido a eso, a arreglar un aire acondicionado desgastado por el uso, por la mediocridad, por el recorrido cotidiano de las autopistas desnudas en la búsqueda de la supervivencia.
Barcelona…arde. Pero no soy yo, son ellos. Estoy parado en un semáforo en avenida Meridiana, son exactamente las 13.00 hs. Radio Nacional de España ha dejado de sonar, porque el auto está tan caliente que todos los artefactos han alcanzado temperaturas incompatibles con su uso normal. Temperatura, 45 grados. Sensación térmica, 64 grados, igual que en Dubai, donde las palmeras se encienden solas y los coches se derriten bajo el sol implacable del desierto. Es injusto. No debería estar aquí. Tampoco debiera estar  intentando paliar un calor implacable, demoledor, intransigente, aquel obrero vestido de verde que cuelga de un andamio mientras baja un cubo y sus compañeros gritan, lo alientan a seguir, lo hacen bajar un piso más. Con esa botella de agua que vierte sobre su cabeza y su cuerpo incinerado está a punto de caer, de morir aplastado contra el tráfico de Meridiana que ahora arranca y sigue sin detenerse hasta el próximo semáforo. Este sí, está localizado a una distancia de la estrella que ilumina la tierra que es incompatible con a vida humana.
Los humanos nos estamos extinguiendo No soy yo el que lo dice, hay datos objetivos. Por ejemplo esta sensación de no poder salir de aquí por la pared de calor hasta la esquina siguiente. Aún no se notan los grandes desastres, aún podemos percibirlos como el resultado de una serie de variables que no nos competen directamente. Pero en este calor atroz, arrollador, sofocante puedo ver claramente las señales del apocalipsis cabalgando desde el Oeste de la Ciudad, sin ningún tipo de reparo, llevándose todo a su paso, dejándonos solos como los refugiados del Open Arms. Sin más víveres que nuestra propia consciencia.
Barcelona…muere, sofocada por su propia indolencia y por la sed salvaje de los especuladores, que desde el siglo XIX, incluso durante tres guerras y una dictadura, supieron hacer de este lugar un oasis de apertura hacia el mar, las montañas y las estepas de toda Europa con sus industrias y su puerto de marineros errantes y soñadores.
Ahora Barcelona arde. Pero no es ella, la ciudad abrasada y abandonada del meridiano de agosto, la que sofoca. Soy yo, con mis pensamientos y mi cuerpo sometido al peor calor que haya sufrido este asfalto desde que la humanidad tiene memoria de haber salido de los pantanos para hacerse nómade y sedentaria. Ahora respiro, ahora expiro pero es imposible seguir sin aparcar. Sin detener este infierno con ruedas que me lleva directamente al desastre, es decir, al próximo semáforo de Meridiana en el que no hay ni siquiera un atisbo de sombra.
Barcelona…arde, no soy yo, son ellos los que mueren ahogados en esta esquina de Rocafort y Paralell, mientras la sombra de los edificios se extiende por la calzada los escasos sobrevivientes debaten acerca del fin del mundo en un bar que ahora es propiedad de un chino. Pido unas rabas y un cortado, no frío, caliente como el asfalto. Me he acostumbrado a sufrir ese calor en el cuerpo y solo quiero reforzarlo con el brebaje breve y contundente que me permite seguir vivo, con algo de azúcar en las venas hasta que me olvide de la ciudad como una cucaracha muerta.
Ahora las señoras, sentadas en otra mesa del bar, en la vereda,  relatan las andanzas de un exhibicionista en el parque de Sant Adriá.  Este barrio es mejor al menos no hay tipos de esos, dice una. Pero lo que les espera a los niños no es nada bueno, no hay futuro aquí ni en ninguna parte, concluye otra.
Me han arreglado el aire acondicionado. 60 euros de gas pueden ser la diferencia entre la vida y la muerte. Pueden hacer que la balanza se incline hacia la supervivencia o hacia el exilio. Son como una elección en un país derrumbado, pueden hacer que uno decida irse o quedarse dependiendo del resultado. El veredicto del mecánico me ha salvado, no hay daño estructural, cualquier pieza para un aire acondicionado no baja de 500 euros. Mi coche es viejo pero resiste los embates del cambio climático, los embates del tiempo y sobre todo mi propia psicología en la cual las neuronas se han atrofiado por el calor, que ha hecho estragos en un cerebro dominado por la ansiedad y la neurosis.
No es mi propia neurosis ni es la de ellos la que está en juego durante el apocalipsis que ha entrado por Gran Vía como si fuese uns simple Tramuntana o un Levante. Somos todos los que naufragamos aquí, en esta ciudad dominada por el sol abrazador de agosto, abandonada a su suerte por habitantes que han decidido apiñarse en playas cercanas y lejanas antes que tener que soportar esto: la fuerza del tiempo sobre una ciudad que por lo demás, en invierno, recupera la normalidad de una enfermedad lentamy agónica en la cual caemos todos. El planeta se acsaba y le gana la partida la noción de la agonía de los tiempos  a la fuerza inclemente de las estaciones que se suceden
Como repiten los parroquianos en la equina de Rocafort y Paralel, no se trata de mí ni de ellos, no es la ciudad ni la cafetera metálica en la que hubiera muerto si no hubiera ofrendado 60 euros al dios aire acondicionado, no se trata de la reflexión, ni de la mudanza de un mundo hacia otro.
Como repiten las cuatro mujeres parroquianas con sus sentencias acerca de los degenerados, el calor y los niños, se trata de ir a peor, siempre a peor. Hasta que sin darnos cuenta estemos del otro lado de la extinción y sofocados sin poder salir de Avenida Meridiana ni de ningún otro sitio.

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