Veneno



El médico llega de noche a la pequeña casa de pescadores en medio del pueblo. A esa hora y en esa época del año se puede  aparcar sin dificultad al frente de la angosta vereda. Las cuatro plantas son  empinadas. La noche  no es más tenebrosa que las demás. El viento que sopla no es el garbi ni la tramontana, es el levante, más cálido y benévolo, que no arrastra la sal desde el mar, sino los olores desde los campos arados fuera del pueblo que se mece soñando con el fin del invierno. El niño yace dormido en su cama, con sus tres hermanitos en la misma habitación El padre se reclina sobre el vano de la puerta de madera y pareciera que el muro de la casa se va a caer.  
El médico ausculta al niño, que abre los ojos soñando. La madre se levanta sonámbula. Una ventana se abre con ruido y el padre corre a cerrarla, tropieza con un triciclo y cae. “Mierda” dice. El médico parece una especie de estatua ecuestre, ahí, en medio de la habitación. El niño despierta. “Agua” pide  y el padre baja a la cocina en la planta baja mientras el médico lo ausculta y le escucha el corazón dormido al niño.
“ La pulmonía está haciendo estragos este invierno” dice el médico, lacónico. “ Ahora vienen unos polvitos para la alergia que son interesantes quizás se consigan en el pueblo”. El padre lo mira mientras la madre vuelve al lecho. El médico se toma el café que le sirve el padre mientras abre la maleta para extraer el recetario e indicarle como hacer con los polvos.
“ ¿Usted cree que sobrevivirá?” pregunta el padre. Ha pasado la noche anterior en la guardia del hospital con la mujer y con el niño. Duda de todo. Incluso del médico que lo mira desde unas gafas empañadas que ahora limpia y que está consumiendo un café que le devuelve el color de la cara. “ Tal vez el médico también está enfermo” piensa el padre y duda hasta de su propia capacidad de amar, de medicar, de ir y de volver en la madrugada a la farmacia.
El médico ha partido y el padre se estremece con el viento al que justo ahí se le ocurre cambiar de lado. Una farola que emite una tenue luz amarilla se mece danzando solitaria sobre la puerta de la farmacia que ha abierto a regañadientes. Le entregan el polvo y regresa bordeando el acantilado. A lo lejos unos barcos pesqueros reflejan sus luces en la oscuridad del mar. Parece que ahora el viento cambia. Ya no es el levante sino el poniente. Un vestigio de luz se asoma sobre la calle vacía y rota.

Adentro el aire es espeso, la madre no duerme ni se levanta. El médico se ha ido, tal vez él también infectado. El padre consume del termo el resto de café que ha dejado el médico mientras empieza a respirar, él también, sofocado. Nota en la respiración de los otros tres niños la huella del veneno. No sabe si él mismo debiera dejar de respirar consumiendo esos polvos que tal vez conjuren una madrugada más en esa casa de pescadores.  

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