La biblioteca del Voramar






Resulta difícil concebir que alguna vez hubo vida en el parking del Voramar. Que entraban y salían coches. Que alguien se encargaba de controlar la entrada. Que desde ahí se podía acceder a una recepción. Que el lugar reflejaba la fuerza de los sueños de los que se acercan al mar para disfrutar. Seguro había familias o parejas que llegaban a ese parking después de un largo viaje. Desembarcaban y movían sus bártulos con ilusión. Luego bajaban unos días a disfrutar la bahía que se extiende hasta Rosas y de las olas que pegan frescas y blancas en los acantilados del pueblo.
Es increíble que ese edificio cuadrado, de ventanas cerradas y con tablones de madera en cada postigón de planta baja, pueda haber sentido alguna vez el fragor de voces retumbando como olas entre sus paredes. Hasta el verano pasado, esa piscina, construida sobre las rocas, funcionó como una barbacoa. Se podían disfrutar pinchos con pescado, bacalao y pollo y algún gin tonic en la punta de la bahía. Este año ni siquiera ha  abierto. Está resquebrajada y sucia.
El Voramar, la  mole que está al frente de la calle angosta que bordea el mar pide una urgente demolición.    El lugar ha ignorado completamente el verano. En una de las primeras tardes de otoño , se puede intuir la presencia del “ quemado” el personaje de Bolaño que culmina sus veranos  junto a los barquitos a pedales de Blanes. Ese y otros fantasmas vienen a visitar las inmediaciones de ese edificio tétrico, el Voramar.
Nos acercamos con una especie de devoción mítica. La existencia de la biblioteca secreta nos ha cautivado. “Una biblioteca que puede resolver el enigma de esta sociedad”. Así la ha definido Octavio. Detrás de los tablones raídos por el agua salada y castigados por el Levante, el Poniente, el Garbí, la Tramuntana y demás vientos que azotan el pueblo, puede encontrarse, según Octavio, esa biblioteca.
 Los balcones rosados, la silueta de edificio franquista, la miseria austera recuerda a otras pensiones de L´Escala y de toda España. El edificio es un mamotreto que ha perdido todo el sentido. Tal vez fueron los típicos problemas de sucesión generacional los que pueden haberse intrincado en ramificaciones legales. Quizás el Voramar, plantado en la punta de la bahía ha sido una simple víctima del tiempo. Igual que ese otro hotel decadente imaginado por Bolaño, el Hotel Costa Brava de Blanes.
Atravesamos los pasillos en tinieblas de la planta baja, subimos por la escalera que parece a punto de derrumbarse. Avanzamos hasta la habitación 304, interna, sin vista al mar. Las vigas se sostienen apenas en el techo. Nuestras cabezas se pueblan de pintura blanca, espesa, que cae a pedazos.  Es imposible avizorar luz en ningún pasillo. Las puertas están selladas. Logramos forzar la puerta. Octavio señala con su linterna en dirección a la pared trasera. Hay un hueco que parece una salida o una entrada. Empujamos la pared. De pronto estamos del otro lado. Allí están, clavados en nosotros, dejándonos en completa evidencia: los ojos tristes y cansados de un gato viejo. 



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