Paisaje inicial de Barcelona





Enrique Domingo Chad mira sin asombro el paisaje. Una fábrica destruida en las afueras de Barcelona marca el inicio de la zona urbana. Unas pintadas asumen que el lector entiende desde lejos un código secreto, salvaje, de alguna tribu superviviente. La única miseria real es la que se cierne sobre el inconsciente de los que leen sus libros en el tren, de los que escuchan con sus auriculares música que no comparten.


Enrique Domingo Chad se bajará en Sants, ha respondido a un anuncio de cuatro líneas donde se promete una entrevista sin tener que enviar currículum por correo electrónico y sin cita previa. No es en Sants donde tendría que bajarse, pero no importa. Deambulará por Barcelona hasta la hora de la entrevista, por calles que se cierran como un laberinto. Las inmediaciones de Sants colapsadas con las obras del AVE, los peatones y los bares cerrados a su aliento, las aceras grises retumbando a su paso. Una sola cosa se cierne sobre su cabeza, en el metro, en las calles frías y hoscas del final de la primavera. Él es nadie. Nadie para los que lo entrevistarán. Los demás llegan a esta ciudad con una mirada de afuera, como la suya. Avanzan como él en tren desde los suburbios contemplando las mismas pintadas y las mismas ruinas.


Ahora Enrique llega a la puerta del local, que parece la sede de una delegación de gobierno. Lo atiende una secretaria cabizbaja y sonriente, que en ningún momento lo mirará a los ojos. Le dirá que espere y él tomará asiento al lado de otros tipos que son nadie. Todos encontraron el anuncio la mañana anterior, llamaron y les dijeron lo mismo: que podían acercarse al despacho sin cita previa. Uno solo no tiene pinta de extranjero. Tiene aspecto de alcohólico. Seguro ha hecho un esfuerzo por dejar los tragos en un rincón mientras dure esto. Es el que se fuma un cigarrillo afuera, antes de entrar y sentarse para esperar a su lado. Los otros son morenos, ecuatorianos, africanos.


Si fuera con sus historias a intentar editarlas la sensación sería la misma: es nadie. Como escritor no le iría mejor que como oficinista. Y como nadie que es, tendrá que esperar la posteridad para que alguien lo escuche, para que alguien le pague por sus escritos. Ahora está delante de un tipo diferente, que sí tiene un puesto, que sí tiene un sueldo. Aunque todo salga bien en esta entrevista, su beneficio se hará esperar. Porque primero, según le explican, tiene que pasar el día de prueba. Es sencillo, solo entrar en las casas de la gente vendiendo productos químicos. Empezar de abajo, escalar en la pirámide. Le explican con lujo de detalles lo que tendrá que hacer, las oportunidades que se le abrirán. El cubículo no tiene ventanas, solo vidrios que hacen que todo el mundo pueda mirar para adentro.. Se incorpora y pide ir al baño, en medio de la entrevista de trabajo eso no se hace. Justo cuando le están pidiendo que hable de sí, sale urgido y se mira al espejo. El ecuatoriano y el alcohólico ya lo han hecho, educadamente. Nadie hace una cosa así en una entrevista de trabajo, irse en el momento en que puede explayarse. Cuando sale ya hay tres tipos nuevos en el cubículo vidriado, con el entrevistador. Ha perdido su oportunidad de contar su historia.

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