El Extranjero
Ingreso en el recinto, plagado de viejos. Algunos juegan dominó, otros miran la pantalla gigante donde un guerrero invencible descuartiza a un enemigo, otro se bebe una caña en el suspiro solitario de la tarde vacía. El mar queda a mi espalda, respiro la sal en la entrada y estoy en este recinto oscuro. Todos me miran al mismo tiempo, tal vez son pescadores o han pescado en el pasado. Vienen de los barcos y de las olas. Yo no sé de donde vengo, si me preguntaran, no sabría como definirme. Tal vez a ellos les pase los mismo conmigo, tal vez les pasa lo mismo que me pasa a mí conmigo. Ahora me miran en silencio. La verdad es que el idioma que hablan es parecido al mío, pero no les comprendería si me hablaran. Uno se me acerca, hace un gesto como si debiera dar la vuelta y marcharme. Ahora me doy cuenta que es el dueño del local, un hombre grueso, de unos sesenta años. ¿Me está pasando lo mismo en todos los bares de este puerto?¿Por qué no me dejan sentar y tomar una caña, descansar un rato, pedir un buen café con leche o un plato de lentejas con cerdo y sentarme a conversar con alguien sobre el tiempo? No puedo protestar ni hablar, porque no entiendo que me dicen. ¿Por qué no me quieren en este poblado? Debo vender para comer esta semana y no podré vender si no me hago entender. He estado en poblados hostiles, pero este está resultando ser el peor. He dejado mi vehículo en una callejuela lateral, porque nunca hay donde estacionar en estos pueblos de la costa, los carteles solo admiten los coches del lugar. Tampoco se puede circular junto al mar. “’Últimamente han regresado los piratas”, creí entenderle a uno que me habló, en otro poblado no muy lejos de aquí. Y entonces pensé que se referían a los inmigrantes que cruzan desde el otro continente en precarias balsas. Los dejan que se ahoguen, no los dejan ni pisar las arenas de las playas que rodean los pueblos y si llegan los encierran hasta que nadie se acuerda de ellos. Así parece ser la gente de esta tierra, que mi Compañía me ha asignado como territorio para las ventas de invierno. Pronto me echarán del trabajo, como a tantos de los que ya no conozco el paradero. Es que no tienen gran consideración con los extranjeros, como yo, que hace treinta años que vendo lo mismo. Me han sacado el básico, dependo de lo que le venda a esta gente para sobrevivir esta semana y las siguientes. Bonita forma de estimular mi trabajo. Estoy paralizado, cansado de salir al frío y de ser expulsado de todos lados, así que insisto y me acerco a la barra, tomo un banco y me siento. Leo el diario en el extraño dialecto, caprichoso y cruzado, de este lugar en el que no me quieren. Y mientras trato de dilucidar el lenguaje extraño, siento el sonido cortante y metálico. Es un solo clic que encierra toda la amenaza. Resume estas miradas que se han paralizado en mí. Se han quedado mirándome y he sentido ese ruido, ya me había pasado en otros lugares, pero ahora parece más terrible y definitivo. Y ahora lo siento de nuevo, es que estos tíos piensan matarme, digo en voz alta, como una reflexión más de lo acabado que es el circuito de la vida para un transeúnte. Y entonces son varios clic, hasta que levanto la mirada. Sí, me están apuntando. Despacio dejo el periódico, ni siquiera he pedido otra caña. Me dirijo hacia la entrada del pueblo, donde he dejado el vehículo. Los inviernos son cada vez más crudos, la playa tiene cada vez menos arena y no se ve nada más allá del monte que esconde este poblado. Solo puedo pensar que si no cobro algo en las próximas horas no podré comprar más gasolina y tendré que dejar el vehículo en uno de estos pueblos.
Extranjeros

He llegado a este país de noche

Ciudad tortousa

En esa ciudad de calles escarpadas que en el fondo desembocaban en el mar, reconocí por primera vez la ausencia. La nombré, la supe distinta y plena de anhelo. Como la había visto nacer en sus comienzos. Era ausencia que podía nombrarse de distintas maneras. Era como volver a ciudades, a mujeres, que uno ya había dejado. Era una ausencia triste, sonámbula, escasa. Pero estaba tan presente que me impulsó a las locuras máximas. Me impulsó, por ejemplo, a vivir el vacío de manera intensa. En un apartamento sin muebles, con ventanas que daban a paredes sin cielo, me asomé a una eternidad sonámbula. Comencé a describir el espacio sin sonidos, salvo el de las campanas que sonaban en la noche. Una para las y cuarto, dos para las y media y otra para la cantidad de horas que fueran.
En ese caso dieron tres campanas. Toda la ciudad dormida, el mar cerca, tratándome como a un intruso, las calles vacías, empedradas de noche, solo quebradas por el ruido de un gato comiendo un ratón o un pedazo de basura en una vereda olvidada. Y justo a las tres, las campanadas escasas que podrían confundirse con la hora cero, justo en ese instante, dando tres campanadas, asomando a la ventana infinita de un apartamento solo poblado por un ordenador y un teclado tecleando y mi presencia, percibí el vacío extenso que me relataba de nuevo la historia interminable.
Percibí mi irreversible pérdida, mi esperanza amarga y frustrada, mi destino de grandeza truncado por el vulgar afán, compartido por el gato, la rata, la culebra, el perro y el gusano, de convertir la vida en supervivencia. Y así me asomo a este momento crucial, en el que como en un relato de Borges, tuerzo el destino a mi favor o en mi contra. Y me encuentro conmigo o con otro, en un duelo a muerte, escapando del dolor y del peso de algo que de alguna manera está escrito y me toca enfrentar. Como en una ciudad invisible me albergo sin sueño ni canto, ya vencido de tanto luchar y escapar. En esta ciudad en particular, no tenía por que ser esta, podría haber sido cualquier otra, me encuentro de nuevo sin tiempo. Y asumo una certeza clara como el marfil, valiosa como el diamante, poderosa como el hielo: me estoy cercando.
Y cuando entiendo esa verdad tan simple y atroz, puedo seguir pergeñando un camino sin salida, tan tortuoso como una callejuela de la ciudad en la que he recalado como un huérfano insomne. Justo a las tres, después de la última campanada, apareció el cisne de la certeza. Entonces ocurrió algo que ni el mismísimo Edgar Allan Poe hubiera imaginado, ni el inefable Chandler ni ninguno de sus herederos. Sucedió que mirando por la ventana de ese apartamento vacío en esa ciudad enmarañada, alguien, que no era viento, movió la cortina que daba a una sucia obra en construcción, la sacudió de tal manera que no pude sino pensar que esa cosa no era viento.
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