Opciones

 


“Todas las alternativas están sobre la mesa” piensa. El General observa el tablero de operaciones. Las tropas del Este bordean el desastre. Los refugiados y los muertos esparcidos por las aceras, las opiniones y los twiteros, todo juega en contra.

Entonces el General Ostokowichi toma una decisión. “Esto no es real” se dice.  “Esto no tiene sentido”. El General es consciente de que es tarde para maniobrar, para tomar cualquier decisión consciente sobre algo que a él, al Politburó y a todos sus jefes se les va de la manos en la operación “Canibalismo eslavo”.

Su plan, que acaba de idear e improvisar, no solo incluye la deserción y la convicción de que varios oficiales se unirán a su conspiración. Abarca también la posibilidad de asesinar a su jefe directo, el mismísimo Vlodimir Potlach.

Ya había sucedido en Chechenia y en Georgia, esto del desconcierto. Ostokowichi no puede decir que jamás haya dudado de su jefe. Operaciones relámpago, tanques por las calles. Retiradas intempestivas, luego quedarse con algo para el Imperio, un par de provincias incondicionales en las que las grandes empresas puedan operar. Alimento para las ambiciones teñidas de épica histórica del inefable Vlodimir. Potlach, el lector escritor de libros de historia con su interpretación bíblica del mundo, enemigo de maricones y homosexuales, sin admitir ningún gris intermedio a sus categorías raciales, gestor de una filosofía política utilitaria de dominio y control de todo lo que se mueve, piensa o disiente. Vlodimir, el sociópata omnipotente amigo de Gerrison Ford, otro sociópata, el magnate estadounidense que llegó a ser presidente diez años después que él.  Ford fue expulsado con votos de un despacho tan inexpugnable como el suyo, pero menos perecedero para sus ocupantes.

Otokowichi siempre fue un cultor de ideas neoliberales. Su fe en el mercado liderado por mega millonarios le parece un reflejo de su propia ambición capitalista, muy legítima luego de los padecimientos soviéticos.

En sus largos vacíos de servicio antes de esta operación, Otokowichi consumió su tiempo en reforzar sus convicciones y el acercamiento a su jefe directo. Ayudó en las campañas urbanas de corte político paramilitar para anular oposición y reforzar convicciones.  Todas las consideraciones geopolíticas y el discurso de restauración del Imperio de Catalina la Grande funcionaron de maravillas en los suburbios de Moscú. Esos espacios urbanos impregnados de policía corrupta, raperos bregando por los ruinosos pisos en mega complejos post soviéticos, pensionados desahuciados fueron el caldo de cultivo de un apoyo incondicional al partido político de Potlach, el Unicato. También la gente mayor de Donesk y Lugansk, donde las bondades del Socialismo Soviético ahora se veían como un paraíso perdido eran sus bastiones.

Las ideas y el modus operandi de su jefe y de su gavilla de magnates privatizados sedujeron a Otokowichi. Ladependencia de fuentes de energía sucia garantizaban la inimputabilidad de este grupo sentado sobre un botón atómico.  La alianza estratégica con sistemas hegemónicos en todas partes por la dependencia energética y la amenaza constante de un exterminio nuclear eran herramientas implacables. No había bloques, no había nada sólido o ideológico en ningún planteo, solo dinero y materias primas que fluían como un grifo a uno y otro lado del planeta castigado y contaminado. La gente no importaba, ni ninguna idea era vital en esta pragmática del poder indiscriminado. Esto era como un pasaporte para todos, garantizaba recursos, crecimiento, una prosperidad infinita a un grupo y votos para siempre desde todos lados. También eliminaba el disenso si era necesario por otros medios. Otokowichi, había hecho un postgrado en el Ejército en seguridad y criptografía de comunicaciones. Había cultivado en las redes un discurso muy claro: “Occidente siempre considera ajenas las guerras propias, se consideran los guardianes de un imperio en disolución”. “ Hay un doble rasero para todo” afirmaba.

Otokowichi, formado en la Universidad de San Petersburgo, oficial de alto rango que había trepado desde el anonimato a ser un asesor de confianza en el Kremlin no es un General cualquiera para el todopoderoso Potlach. Desde un punto de vista estratégico, es cultor de Von Clausewickz, es un estudioso de los cosacos durante la gran reconquista del invierno del 43 de Stalin.  “La guerra es sin duda un mal necesario y una forma más de ejercer derechos e imponer obligaciones” sostiene. El General no participó del desastre de Afganistán, ni de los bombardeos indiscriminados de tierra arrasada de Siria. Se sabe enemigo de las doctrinas expansionistas y conciliadoras con el ultraliberalismo georgiano y de la rebeldía mafiosa chechena.

Esto es diferente. Una carnicería difícil de digerir, además de una escasez de recursos anodina y cruel. Los soldados mueren como moscas, las aeronaves son abatidas, los tanques son calcinados por dispositivos de no más de cinco kilos provistos por los aliados a los resistentes. Una batalla perdida, por no decir una guerra atrofiada.

Ostokowichi se dirige al bunker y sale a la superficie. Sabe que la línea satelital puede estar tomada. No en vano ha estudiado “comunicaciones interferidas”. Hay francotiradores en las inmediaciones de Malorska. La toma de la ciudad es inminente.  Al otro lado de la línea el oficial Potemkin espera la orden de ejecución. Está mirando en una pantalla de un refugio antiatómico en las inmediaciones del mar Negro un ejercicio de la unidad blindada Nuclear. Está sentado junto a Vlodimir Potlach, el Comandante Supremo, al que no se le pasa nada. Si esto no hubiese sucedido posiblemente lo hubiera eliminado a él antes. Así era Potlach, muy hábil para detectar y anular conspiraciones.

Potemkin se queda escuchando la última palabra inconclusa del General Otokowichi. Un lamento cerrado, ahogado en sangre por un francotirador a más de 10 km de distancia. El General no alcanza a decir la clave, un número que representa el aniversario del nacimiento de la reina Catalina y del advenimiento de los zares. Su posición exacta se devela gracias a las implacables coordenadas que otorgan los geo-localizadores de los teléfonos móviles.

 

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