Lo indecible según Lenox

 





Sucedió lo indecible. El pájaro resucitó, hubo un vaiven en la noche. Todo fue claro como una nube. El dolor ganó la partida y a la vez se perdió en la noche.

Lenox había atravesado con el circular de Madrid prácticamente toda la ciudad por debajo de la tierra. Mientras esperaba que el circular hiciera todo el giro por la ciudad, leyó un texto que improvisó en el andén. 

Emergió  en una vecindad plagada de carteles en chino,  inundada de color y de esperanza. Una plaza soleada donde un chico conversaba con un viejo para irse a Nueva York. 

Iba a cenar a lo de su amigo Carlos Carlos, se hacía de noche despacio, ya era primavera, los días se alargaban hasta el letargo. 

“Somos unos adictos. Enganchados desde la noche al discurso apocalíptico. Vemos morir y huir a millones de seres encerrados entre la guerra y el dolor. Por nuestro lado estamos despiertos en medio del vacío, nos sostenemos en la soledad y en el desamparo de no saber integrar tanta barbarie y tanto desamor.

¿Quiénes somos? No tenemos una definición como grupo. Somos la sociedad, en abstracto y cuando digo esto me remito a mí mismo, exclusivamente a mí mismo. Soy un fruto del aquí, me defino por lo que aparece desde un idioma sensato, consensuado, estricto y a la vez que se redefine con cada palabra, con cada gesto, con cada arranque creativo.

Y en medio de esa adicción, de ese quedarme enganchado al dolor y a la muerte y a la visión del desastre de la guerra , de la destrucción indiscriminada,  me pregunto dónde estoy yo. ¿Dónde he quedado. En qué me he convertido? Si sé lidiar con esto o si simplemente me estoy dejando arrastrar por mi propia energía mermante. 

El cuerpo me flaquea. Una pierna no me deja caminar. Siento dolor. Hay movimientos que dejo de intentar. Voy lento, como una tortuga, me cuesta articular respuestas, seducir,  entablar duelos que hace tiempo me movilizaban. 

Me encuentro en zona intermedia. Tal vez abandonado a mi suerte, o tal vez más solo e integrado al dolor que nunca.

Estoy interpelándome. Hasta que la noche se me mete en el cuerpo y en el alma. No me cuido ni me dejo cuidar. Estoy…solo.

Y desde esa soledad, desde esta integridad oscura y letal, renazco como un ave herida que se levanta contra su propio dolor y el dolor del mundo”.

Ese fue el discurso de Lenox en el Metro de Madrid. Antes de llegar a lo de su amigo a comer  y beber el ungüento que lo salvó de la pandemia y del desastre económico. 

Todo le jugaba en contra. Todo salvo su propia capacidad pera entender y entenderse.

“Todo el mundo tiene un sueño” pensó Lenox, mientras se dirigía a cenar a lo de Carlos Carlos, un amigo de su tardía adolescencia que lo esperaba como se espera un resquicio del pasado. 

Dijo el discurso en el metro, nadie lo escuchaba. Quería verse en todos los que lo habían perdido todo en un éxodo sin sentido, pensando en su propio dolor y en su propia soledad, Lenox se abrió al mundo sin más, enarbolando lo que le quedaba a su temprana vejez: la capacidad de escribir su destino, aquí, ahora, siempre.

Con los colores del olvido, de la resurrección y del empalogoso y siempre recurrente sabor de la derrota.

 “Al final, al final de todo…estamos todos muertos” . Y cuando le dijo esto a su amigo Carlos Carlos que lo esperaba a cenar, comió el pollo asado con esmero y las verduras al horno, de emborrachó con fernet y recuerdos olvidados, decidió volver por el mismo camino a su pensión cerca del Parque del Retiro. 

Lenox volvió a su lecho de antes, a su alcoba abandonada y sintió que todo adquiría un sentido siempre renovado y siempre intoxicado.

“La puta adicción” se dijo y dejó de hablar en plural. 


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