Tres tercios y un barco





 
Esa tarde el capitán estaba de buen humor. El vino de su huerta, las anchoas recién salidas del mar y el chupito con el que viajaba en su Alfa Romeo del 92, con Arno el perro vagabundo en el maletero lo hacían parecer una caricatura de sí mismo. Un ser un tanto torpe y encajado en una sonrisa forzada que lo hacía menos vital de lo que era, mayor de lo que podía ser. Se bajó del coche temblando por el alcohol y subió las escaleras delante de mí sosteniéndose de la baranda para no perder el equilibrio. 
Nos sentamos en la terraza a contemplar lo que quedaba del pueblo marinero, a principios de diciembre. Prácticamente nada. Ningún comerciante en sus cabales podía dejar abierto un puesto en el oscuro paseo del mar a las tres de la tarde de un invierno en el que todo desaparecía. La bruma, al fondo de la bahía, lo cubría todo con un aire espeso y húmedo. No quedaba un solo alma capaz de atravesar de lado a lado el recorrido que empezaba en la punxa y terminaba en la cala. 
La oscuridad lo abarcaba todo, incluso ese viento frío y tenue que calaba el alma se confabulaba con el desastre de persianas bajadas, abandonadas a su suerte. No parecía que hubiese habido verano, que fuese posible otro verano en esa desolación. El pueblo era otro, derruido, solo, salvaje en su intensidad abandonada. 
El capitán contempló el paisaje desolador y habló bajo, casi en un suspiro.  Estábamos sentados en las tumbonas mojadas por la bruma y oxidadas por la sal que había dejado como un resquicio en su Penthouse de 400 metros cuadrados. 
“ Esto es vida” dijo y se quedó mirando el mar, como sumido en una pesadilla morbosa que a pesar de todo le generaba regocijo y una cierta autosuficiencia. 
Me había mostrado su espacio, heredado de una familia naviera acaudalada en la costa. Sus abuelos habían sido pescadores, hoteleros y farmacéuticos, sus tíos eran los dueños de este edificio franquista y pretencioso en primera línea de mar. Y sin embargo el capitán no tenía para comer. 
Su residencia, temporal y precaria a pesar del envoltorio ostentoso, podría haber sido la mejor pieza arquitectónica del pueblo, con una vista despejada y una escalera que subía como si Greta Garbo se hubiera podido reencarnar en un vestido de seda descendiendo de un Buick para encontrarse con Clark Gable en el rellano. En ese atardecer prematuro el espacio lucía desordenado, abandonado a su suerte como todo lo demás, como el capitán mismo. 
“Son tres tercios” dijo al cabo de su contemplación silenciosa. “Un tercio para ti, un tercio para mí y un tercio para el marketing del barco. Con quince mil pavos ponemos en marcha la travesía” 
Arno apareció desde atrás de la tumbona y me miró como si la decisión dependiera de él. Como si el capitán y su perro se hubiesen confabulado para hacerme aún más infeliz de lo que era después de la pandemia, sin barco y sin ninguna credibilidad salvo la que yo mismo podía sentir al subir esa escalera y al apoyarme en esa tumbona mojada. 
Sonrió con desesperación y sorna al mismo tiempo. Las persianas bajas, la pandemia que no cejaba, el barco de refuerzo anclado en la arena y el yate en el astillero eran obstáculos insalvables. Creo que ambos lo sabíamos. 
“ Son tres tercios”  como siempre. 
“ Me lo pienso” dije y bajé la escalera escoltado por Arno, con Greta Garbo en el inconsciente y la sonrisa del capitán en la oreja. 
No nos imaginamos, ni el capitán ni yo, lo que vino después. El barco saliendo del astillero ileso, la ola al amanecer, el sonido del motor del yate en la bruma. La primavera y el sol. La bella Greta, otra Greta, saliendo del camarote. Yo a bordo del timón y la larga travesía a las islas con el capitán borracho en el lecho después de una noche de sexo, ron y vino de su huerta. 
Tampoco imaginamos lo del tiburón. No el que podíamos haber pescado en la travesiía, si no el que nos esperaba al otro lado de la bahía. El francés Roger.  No imaginamos que se cobraría, el francés, la deuda de esa manera tan absurda. 
El barco incendiado en la cala, Greta en Budapest encerrada para ser despachada vía aérea a un destino de prostitución y muerte. Yo encajando el golpe en la quijada, peor de lo que estaba antes de esa visita al capitán, solo en mi cuchitril de otro pueblo de la costa, de nuevo sin saber que hacer. 
El capitán con una bala encajada en la frente, durmiendo el sueño eterno con esa sonrisa que a pesar de todo, de cualquier adversidad, no se le iba ni en el tanatorio de ese pueblo de pescadores abandonado a su suerte. 



 

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