Setiembre



No ha habido un solo día de sol desde el 25 de agosto. Ni uno. El bar, azul, resiste los embates del final abrupto de un verano corto y extraño. Son franceses, sí, es decir que han cruzado la frontera a pesar de las advertencias. El exquisito detalle del bonsai en una vitrina con una luz y un cartel anunciando el menú, en medio de agua que cae como una cascada dentro del extraño artefacto delata una preocupación por la estética. Preocupación arruinada por el regetón que suena de fondo, un regetón a destiempo en ese paisaje melancólico. Más de la mitad de los bares y espacios de ocio están cerrados. De las cuatro heladerías solo han abierto dos en todo el verano. El mar está calmo. No hay viento ni se perciben olas, pero hay nubarrones oscuros, llovizna como si esto fuera Londres, Münster o cualquier ciudad oscura del Norte Alemán donde ya han empezado las clases y el verano solo es un recuerdo tenue.

Al final hasta la memoria desaparece. Setiembre nos recuerda eso, que la memoria es frágil. Que puede uno amanecer un día y ya es setiembre, entonces agosto queda olvidado, por malo o bueno que haya sido. Por mucho sol que haya rellenado las venas de energía. Por mucho bucear en un mar oscuro o claro como la luna, nos despertamos un día y estamos del otro lado. De este lado del planeta. Y aquí solo hay días que se suceden a la desesperada, intentando remontar lo que quedó de la ilusión. Aquí solo hay soledad cósmica y una inevitable tristeza que se cierne sobre todas las cosas animadas o inanimadas.

No hay posibilidad de recuperar el tiempo perdido. Setiembre es un mes de letargo, de apagar la esperanza, de retornar al oscuro deleite de las cosas aprendidas y repetidas hasta el hartazgo. Nos toma por sorpresa siempre. Como si no supiéramos que también pasa, que todo pasa y al final nos quedamos solos frente a la muerte. Esa es la ley de la vida, la ley de la muerte, que es lo mismo. Setiembre no es como noviembre, mes definitivamente mortuorio de cambio de ciclo.

No. Esa visión aún no derruida del pueblo que fenece, esos bares abiertos y sobreviviendo a todo, con turistas solitarios o en parejas mayores, con la boca abierta a un último trago de sangría, disfrutando el último estertor del regetón.

En medio de todo eso, aparezco como un volcán extinguido. Nada parece salirme bien y sin embargo con toda dignidad recorro el pueblo como si hubiera un deleite en la permanencia, en la simple caminata por la anunciada decadencia.

Ahora que setiembre arrecia, ahora que el verano no se extingue en esos carteles azules a la vera del paseo. Ahora que los barcos en el puerto descansan de las escasas salidas que han hecho. Ahora que todos esos pisos vacíos, cerrados desafían el otoño y el invierno que se vienen inexorables, anunciados en las hojas y en las calles vacías. Ahora es el momento de pensar en los que no tienen nada, en los que han sido expulsados de su hogar, de su infancia, de su soledad.

Ahora creo que es el momento de recuperar la esperanza y de estar un poco loco para avanzar en la búsqueda de eso que nos hace bien. La serenidad del dolor y también del amor bien entendido, como responsabilidad y confianza.

Setiembre se abre como un pétalo marchito, despojando a agosto de su trono de verano eterno. Todo termina, parece decir en la oscuridad un azul tenebroso sobre los bares aún abiertos. Transitar los días se hace como una espiral en busca del sentido y la luz. Algo que seguramente no sucederá en un noviembre pandémico ni en un octubre endémico.

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