Carta apócrifa



Esquivó todas las definiciones posibles y se puso a escribir su propio evangelio apócrifo.

Había terminado un largo derrotero. Cuando cancelaron todos los vuelos, se inauguró la costumbre de los vuelos circulares. Eran estratagemas de las aerolíneas para seguir vivas, quien sabe cómo, en medio de la nada impuesta, de la anulación de derechos de los viajeros, del miedo a la muerte segura por culpa del de siempre: del extranjero.

Entre viaje y viaje circular se puso a escribir, sin miedo a la hoja en blanco, sin miedo a elaborar su propia biblia apócrifa. “Si el maestro Borges dice que hay una biblia para cada lector, entonces puede haber un escritor para cada biblia” pensó. Escribió una  especie de testimonio de un viaje circular, a ninguna parte.  Se lo dedicó a su hijo.

“Ahora que has dejado este hueco en todas partes. En los libros, en las paredes, en las calles, en las voces, en los restos de comida, entre las frutas y en los rincones que vamos ocupando como si la casa pudiera ser retomada después de arrojar la llave por la alcantarilla.”

“Ahora, hijo mío, que recuerdo cada instante en que te tuve en brazos, al principio de los tiempos. De hecho, eras lo único importante en medio de las inundaciones, los bombardeos y la miseria humana en todas sus formas. Eras el sol naciente y siempre, en realidad, te imaginaba así, libre, lejos, en tus cabales y reportando algún pormenor de una vida plena, intensa, llena de deseo, contratiempos y amor, como muchas vidas, como todas las vidas.”

“Ahora hijo, que estamos entre los naranjos y los cerezos que cambian de estación como quien muda de ropa, ahora que estamos entre los prados gastados y los nuevos pasillos de un color que nunca es el mismo. Ahora hijo,  que siento este vacío como una punzada, pero a la vez como un acicate, como un impulso hacia adelante. Ahora que soy joven y viejo al mismo tiempo, que me he equivocado mil veces, que he vuelto a nacer en el nido del cóndor. Ahora que miro el paisaje extenso del valle desde la altura y puedo entender por que has partido, pero mi alma se resiste a dejarte ir. Es que nunca te irás, al final.”

“Gracias hijo mío, ahora que estoy en las vísperas de un perdón que no existe, una justicia, volviendo a Borges, que es un invento. Ahora que el maestro me da la razón: escribe tu biblia, me dice, porque la justicia no existe. Ahora que me estoy volviendo ciego como él y que vos, hijo mío, no estás en esta casa sino en la tuya, me encanta saber que sos vos, que soy yo y que pronto, muy pronto, todo habrá sido un sueño o una mentira encantada o todo lo que podemos desear y no somos o viceversa.”

“Ahora que las calles se cubren de mantras y se inhalan bacterias como si fuesen asesinas de sueños, ahora que deseo más que nunca y menos que nunca estoy por el deseo y la mentira. Ahora que has partido hacia tu sitio hijo mío, no puedo más que agradecerte y agradecerme, agradecerle a la vida y al dolor lo que hemos creado entre todos.”

“Nuestro patrimonio y nuestra mirada, abierta al cielo y entre los cedros y las calles nuevas de tu infancia transcurrida, te veo surgir como el ser que somos todos. Sos tan vos y tan nosotros, tan entero, tan incompleto, tan humano, tan salvaje en busca de la salvación de esta biblia que escribo de manera apócrifa para vos”.

“Así como la justicia no existe hijo, salvo en la mente de algún marino que quiere salvarse de una tempestad a la que no le importa el destino de su barco, tampoco existen las falacias de una filosofía que surge de esta biblia apócrifa que te obsequio en las vísperas de un perdón que no es tuyo ni es mío. Soy tan irredento como las ganas de vivir que nos hicieron amarnos y crecer, crecer hasta que cada uno escribe su propio, irredento escrito en la calma de la tormenta dormida o en ciernes.”

Como lo hacía el viejo Chejov, el relato no está terminado hasta le parece perfecto. Calienta la cera y lacra el sobre, como en los tiempos del maestro ruso,  lo arroja en el buzón.  No hay vuelos, no existen más los buzones, ni las cartas,  ni los sobres lacrados. Solo existe el tiempo, con su implacable oscuridad y claridad que deja un campo arado y al final solo una hoja de otoño.

Así se queda el texto, abandonado a su suerte. Una biblia, un testimonio, una redención, para que el linaje continúe por los siglos de los siglos hasta el fín de las cosas o el comienzo de otras.

Un eterno vuelo de cartas que no llegan a sus destinatarios , evangelios apócrifos y ruinas circulares. 


 

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