Huelga de controladores aéreos
Lo
peor del viaje no fue la huelga de controladores aéreos de Francia. Al final de
cuentas esa protesta se repite mes a mes, dejando a los pasajeros en un limbo
aéreo anárquico, en el cual los voluntariosos empleados de las compañías aéreas
fusionadas e integradas en una gran bola de nieve, tienen que maniobrar para
llevar a cada uno a su sitio evitando las protestas, las multas y los
sinsabores del verdadero pasajero. No fue grave tener que pagar el exceso en la
maleta dos veces, en dos compañías distintas. Siempre el voto de confianza en
el sistema, ahora pagar esto, ahora confiar en que no se cancelará el vuelo,
ahora confiar en que no me cobrarán otra vez o me devolverán el importe. Todo
depende de algún robot o de alguien que se ha rebelado y se ha alejado de una
torre de control para que el piloto, el que recibe mi equipaje y yo lo tengamos
más difícil. No, eso no fue lo peor. Se arregló de una manera u otra.
Lo
peor, mucho antes, tampoco fue tener que encontrar un día para volar, un día
para volver, dos días con poca significación y a la vez disponibles para todo
lo que pudiera suceder. Encontrarlos no fue fácil, sabiendo que luego todo
quedaría suspendido hasta que regresara o no. Los días fueron esos, podrían
haber sido otros.
Lo
peor tampoco fue la turbulencia, poco antes de entrar en el continente Americano
por Natal, en pleno Océano Atlántico. Despertar con el sacudón en el vuelo
cambiado, pensando que me podría haber quedado en casa, que si no hubiera
habido la huelga de controladores, ese vuelo se habría ido a pique sin mí.
Extrañas desapariciones en el Atlántico suceden a menudo, pero no fue el caso,
las turbulencias solo impidieron el normal servicio de café, por lo que se
disculparon y parece que nos lo quedan debiendo.
Lo
peor no fue la Argentina, país de sueños, de pasiones, de caos vital. Esa
entrada triunfal del escritor al aeropuerto de Ezeiza con los libros en la
maleta. La luz se puso verde, no roja, así que no tuve que responder a la
pregunta: ¿qué son esos libros?. No tuve que responder: Los vengo a repartir, no
tuve que mentir. En Ezeiza hay algo que se llama medialuna, hay café con leche
y una espera de una conexión a Bariloche en medio de una pista donde las Pick
Ups llevan ingeniosamente las escaleras de los aviones soldadas. Es algo que no
se ve en ningún otro lugar del mundo, ese ingenio criollo dispuesto a resolver
la vida a los ponchazos. Tampoco fue grave olvidarme mi pasaporte, el pasaporte
argentino, convertirme en un perfecto extranjero y enumerar los lugares por
donde iba a pasar con esa ambigüedad que solo puede sacar de uno un agente de
fronteras, alguien encargado de vigilar quien pasa y quien no, en este caso me
dejeron entrar, con otro pasaporte, al final no soy nadie aquí, nunca existí y
hace tiempo me fui así que a quien le importa.
Lo
peor no fue encontrarme con lo de siempre, los celos, las ausencias, los
comentarios absurdos. Las obras faraónicas, los procesos interminables de
deterioro, la especulación endémica y esa mirada entre extrañada y torva de los
que no entienden por que me fui, por que ahora vuelvo, que escribo o que dejo
de hacer para venir acá a estar con alguien que nunca me preguntó si quería
estar allá o acá.
Lo
peor no fue encontrar cosas terminadas, cosas en transición, en ebullición. No
fue entrar y salir como Juan por su casa, intentar conectar con esas
sensaciones olvidadas, sentirme finalmente donde tengo que estar, pero todo muy
breve muy breve como un suspiro.
Lo
peor no fueron los abrazos de ida y de vuelta, encontrarme con que había que
extender un rato más la charla, lo justo como para que el tiempo no se termine,
pero el tiempo, siempre, se termina igual, quiéralo o no lo quiera uno. Lo peor
no fue volver a la infancia, a la juventud, al dolor, al placer a la música al
olvido.
Lo
peor, en realidad, tampoco fue volver a entrar en Europa. Ellos habían entrado otra vez en mi casa, me habían robado
todo, se habían apropiado de mi sueño, me habían despojado de esperanza. No fue
saber eso, lo peor,no fue entender que a
pesar del otro amor, el real amor, el de cada día, el que nos sostiene y nos
hace vibrar, había un odio profundo al ser creativo y dinámico que soy, odio
del que me tenía que reponer. Lo peor no
son ellos, los gusanos, las cucarachas que nos terminan expoliando y comiendo
vivos en el fruto de nuestro trabajo, aprovechándose de nuestro amor para comer
carne fresca, para sobrevivir con carroña y hacernos sufrir hasta machacarnos
del todo. Al final de cuentas, lo suyo es un negocio como cualquier otro y si
nos toca pagar, son las reglas del juego a las que a veces jugamos de un lado o
de otro. Generalmente del mismo lado, del de los perdedores.
Lo
peor tampoco fue encontrarme con esa sensación de mierda, encontrarme solo otra
vez. Encontrarme en paz con el mundo, con la ciudad y el vacío de no pertenecer
nunca. Sensación conocida o reconocida cada vez que sucede. Es lo que tenemos
los que nos vamos, los que nos quedamos o los que nos trasladamos, merecida
sensación.
En
medio de tanta huida, tanta desesperanza, tanto amor de ida y de vuelta, sigue
habiendo un quiebre atroz entre el espacio físico exterior y una interioridad
que no descansa. Lo peor, al final de cuentas, está adentro y también lo mejor.
Es esa tensión, la que construye el relato de un viaje que empieza y no acaba.
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