Ser rico, ser pobre





La única vez que me hice rico fue gracias a los demás. Mi riqueza no se midió solo en dinero, sino en una situación holgada desde todo punto de vista en la que mi personalidad se desplegó con fuerza.

El problema no fue hacerme rico. Tampoco fue problemática la caída, natural, desde una altura intermedia a la hondura del abismo. No fue conflictiva la imprudencia con la que gestioné mis logros y mis bienes.
Lo más profundo de esta situación de ascenso y caída, fue el hecho de haber descubierto que  mi alma  se había convertido en un estropajo al servicio de objetivos que nunca deseaba.

La desmedida adquisición de bienes, que se sucedió irremisiblemente desde la primera fundación de una empresa que no paró de crecer, que se alimentó de relaciones familiares, profesionales y sociales de mi padre, que se fundó en la confianza de amigos y de un entorno permeable para generar acuerdos duraderos. Que se hizo potente sobre la base de un equipo fundado en nociones comunes. Y sobre todo, que creció gracias a una noción muy exacta del riesgo, de la oportunidad, de la capacidad de expansión en un entorno permeable.
Todo esto estuvo muy bien, pero duró un tiempo. Las relaciones humanas tienen un recorrido, tienen una sentido y en este caso se mezcló la calidez de la amistad, la fructificación del cariño con lo utilitario y lo estrictamente comercial.
Nada de esto importa ahora, que reconozco todas esas almas a la distancia. Predomina el sabor humano de la aventura, más allá de las miserias y de los desencuentros.
Éramos periodistas, nos sentíamos adalides de una libertad de empresa y de expresión casi en pañales. No hacía tanto una dictadura feroz había acallado a los muertos, había puesto cepo a las esperanzas. Hacía una década apenas los cadáveres de dos modelos de país se turnaban en las alcantarillas, los desaparecidos se deshacían de las consciencias de sus deudos.
En ese impass, el de la democracia menemista que sucedió al desastre inflacionario alfonsinista, germinaron términos como marketing, management, publicidad. En medio de esa reconversión impulsada por las libres y justicieras fuerzas del mercado, en un país abierto a lo que pudiera surgir en un mundo que empezaba a resquebrajarse en mil pedazos luego de la caída del muro de Berlín, era posible soñar y enriquecerse sin tapujos y sin miedos.
Sin darme cuenta lo había logrado. Ahí estaban el garcho, el flaco, la pipi y el sancho haciéndose la América conmigo, ellos ganaban unos sueldazos, yo era el empresario de turno, sacando adelante proyectos, generando contratos. Pateando las calles como nadie para lograr enaltecer la profesión que tenía que hacerle honor a la verdad, pero le hacía eco a lo aprendido por generaciones de tenderos y pequeños comerciantes que habían cruzado el Atlántico para salvarse. El sueño de todos, encarnado en esa riqueza heredada y esa riqueza hecha.

América estaba ahí para ser mía, para ser nuestra. Crecí desde un ovillo depresivo e impotente hacia el poder de viajar en avión a un resort en verano. Tomarme dos meses de descanso y luego retomar como si nada. Con gente trabajando a mi alrededor como hormigas, yo también como una hormiga en medio del fervor capitalista.
Eso fue la Editora, mi primera máquina de producir elementos de comunicación que podían servir para cualquier cosa. Para conectar una tarjeta de crédito con usuarios y comercios por ejemplo. Algo que me permitía entrar en las bóvedas de un banco y sacar los billetes para ponérmelos en una bolsa. Algo que me permitía prácticamente hacer todo, salvo ser feliz.
Ese pequeño detalle, el de la felicidad, que al final nunca es posible. Que al final es como una entelequia de la que nos apartamos cuando la tocamos, es el que se hizo fuerte como disrupción distópica. En la utopía de los logros, en el paraíso menemista del éxito ininterrumpido hubo un paréntesis. Y fue justamente ese. Dejé de soñar, dejé de amar. Dejé de entregarme al fárrago existencial de la ruleta. Dejó de girar el círculo eterno del sosiego y del placer a través de la fórmula mágica. Dejó de girar el universo astrológico para favorecer mi constelación. Y ahí es donde caí, donde caemos todo: en la desgracia del ser antropológicamente vacío. En el sinsentido más letal, en la derrota más completa. Y en la pobreza más paupérrima.
Así es este país imaginario. Un día amanecés rico, un día amanecés pobre en la Argentina de la plata, en el río podrido de las esperanzas perdidas. Y en la inundación final sucumbió todo: la casa, el coche, la pareja, el viaje de fín de año, las vacaciones pagas, los sueldos, el prestigio social.
¿Qué quedó? Casi nada. Suficiente para renacer. Para fabricar una vida, otra vida, lejos de ese deseo perenne, de esas chicas que todo lo podían paliar, de esas navidades en soledad con mi hermano enfermo, cada vez más desdoblado y enfermo de hipocresía e incomprensión. Quedó algo, como mínimo, más coherente.

Hubo muchas más mentiras, desde ese renacer que no tiene nada que ver con la materialidad del éxito o el fracaso. Pero en lo esencial, en aquello a lo que me debo y me entrego dejé de inventar verdades. Eso está ahí quieto y desde ahí sí que se puede proyectar otro mundo, otro camino. Más banal, más intrascendente. Menos ampuloso.
La primera vez que fui pobre caí en una depresión que duró casi cuatro años. Luego me recompuse, con el simple hilo de pensamiento que justificaba un hecho innegable: En realidad, la única vez que fui rico no lo fui, o al menos no lo fui de verdad. Si alguna vez llego a ser rico de nuevo, algo que dudo cada vez más, quizás lo tenga en cuenta: la vida es frágil, la vida es fútil, la vida tiene poco sentido si es que lo tiene. Pero hay algo perenne en la voluntad de estar en el ruedo, de soñar con la América, de creerle a Menem o al que nos de la mandarina de turno: 

Podemos mentir durante décadas, o durante fracciones de segundo, pero hay una verdad que nos supera y nos rebalsa cuando finalmente nos detenemos. Y es ahí donde está la oportunidad de morir y renacer, con o sin esperanza.

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