La montaña asesina
“My
First Impression” escrito en 1984 en el periódico local de Mendocino, en
perfecto inglés, hablaba del terrible desenlace de la dictadura argentina.
Tenía 18 años, recién había llegado a la North Coast como estudiante de intercambio y el texto periodístico generó un cierto impacto en la comunidad. En ese enero helado, viniendo del Sur, todo parecía inmenso, lacónico y a la vez inabarcable. Esa subjetividad le jugó una mala pasada a mi primera percepción de un lugar complejo.
Un aire escueto se dibujaba en las simples fachadas de madera recostadas sobre la calle principal. La única avenida central ostentaba una de las vistas del Pacífico más imponentes e la Costa Norte. Los acantilados eran visibles desde varios sitios en medio del pueblo. Mendocino
era un reducto que hacía honor a lo Norte-Americano: imitaba otra cosa. La
reproducción “uno a uno” era de una de esas sobrias poblaciones puritanas,
fundadas por los Pilgrims del Mayflower en Boston, en la costa Este.
En el Seagull los turistas disfrutaban del salmón, la especialidad local. Allí me empleé levantando platos como “bust person”. En Mendosa´s, el almacén local, donde practiqué el primer arte del “Shop Lifting”, el pueblo se aprovisionaba de lo esencial. El Bank of America, que me otorgó un premio por un trabajo sobre anarquismo, se anclaba imponente en medio de la avenida central. A simple vista Mendocino era un pueblo como los demás. Al igual que Fort Bragg, Sacramento o Eureka, resultaba anodino y chato. Parecía lacónico e inocente, abierto todo el año a turistas de San Francisco que venían en busca de un paseo por los acantilados. Rocas y arena se fundían en la desembocadura del Littler River. La caída era impactante y orientaba los sentidos hacia el abismo. Antes de llegar desde la Bahía, los árboles inmensos no terminaban cuando se acababa el horizonte de la montaña.
En el Seagull los turistas disfrutaban del salmón, la especialidad local. Allí me empleé levantando platos como “bust person”. En Mendosa´s, el almacén local, donde practiqué el primer arte del “Shop Lifting”, el pueblo se aprovisionaba de lo esencial. El Bank of America, que me otorgó un premio por un trabajo sobre anarquismo, se anclaba imponente en medio de la avenida central. A simple vista Mendocino era un pueblo como los demás. Al igual que Fort Bragg, Sacramento o Eureka, resultaba anodino y chato. Parecía lacónico e inocente, abierto todo el año a turistas de San Francisco que venían en busca de un paseo por los acantilados. Rocas y arena se fundían en la desembocadura del Littler River. La caída era impactante y orientaba los sentidos hacia el abismo. Antes de llegar desde la Bahía, los árboles inmensos no terminaban cuando se acababa el horizonte de la montaña.
Esa
primera nota periodística " My First Impression", hubiera necesitado del tiempo de una
perspectiva más amplia para objetivarse. Estaba imbuida de un optimismo que
parecía un antídoto contra mi propia desazón de recién llegado. El artículo
hablaba de 60 desaparecidos de la Escuela Manuel Belgrano en Córdoba. Repasaba
las carencias políticas de una sociedad atrasada que recuperaba sus
instituciones. Por suerte, los horrores de Argentina se desvanecían en la breve
primavera democrática de Alfonsín, decía. En ese lejano país del Sur, no había
habido respeto por los derechos humanos fundamentales, en contraste con la
liviandad con la que se disfrutaba la vida civilizada en el democrático y
ejemplar Norte, concluía el texto.
A
medida que avanzó mi experiencia, me dí cuenta que la vida en Mendocino distaba
de ser simple. Descubrí e. Me apunté como voluntario en el l Community Theater y el Mendocino Performing Arts Center para participar de experiencias artísticas
comunitarias. A medida que conocía viviendas de la población local, noté que en
los bosques la gente vivía en condiciones que parecían ruinosas y extrañas. En
1984 la comunidad local se auto gestionaba. Corría el Reagan Deal, con el auge
de un conservadurismo puritano y represor. Los cultivadores locales, rebeldes
por naturaleza, no pagaban impuestos, pero por otro lado gozaban de recursos
extraordinarios. Esto era la consecuencia de la unidad de una serie de granjas
hippies. Se re invertían los jugosos dividendos de la marihuana en acciones
comunitarias. Los escapados de la gran civilización norte americana cultivaban,
además de marihuana, la esperanza de un cambio social en el que se impusieran
el amor y la cordura solidaria por encima del capitalismo esclavista. El ultra
conservadurismo de Reagan y Bush se había impuesto en las elecciones de ese año.
Pero los frutos de la ideología hippy desarrollada durante los años 60 y de los
dividendos de la Marihuana de la fiebre verde de los 80 eran estimulantes. El
lucrativo triángulo cocaína- marihuana permitía el financiamiento por parte de
la comunidad local de profesores calificados para la Mendocino High School. Los
académicos eran atraídos desde universidades prestigiosas del área de la Bahía,
como Berkeley, Palo Alto y Sanford. Dictaban materias como Advanced History,
Literature, Drama, Shakespeare y Matemáticas para Astronomía. Esta política
educativa avanzaba fomentaba el auto aprendizaje. Los hijos de aquellos hippies
convencidos tenían derecho a lo mejor de todos los mundos posibles. En la
Mendocino Community School, sin embargo, no se hacía nada que semejara a una
actividad educativa. En ese reducto alternativo a la educación central
norteamericana. la actividad básica del profesorado y del alumnado era fumar un
hashish muy concentrado.
Mis
esfuerzos de integración en ese contexto no eran escasos, aunque resultaban inútiles.
Con los profesores, gente competente e interesante, me hice amigo enseguida. Resultaban
tan extranjeros en Mendocino como yo. No así con el resto de la críptica
comunidad local de mi edad, una rara y explosiva mezcla de hippies y red necks.
Seguí escribiendo anodinos artículos como joven periodista, me convertí en
estrella del pequeño Teatro Local debutando como actor precoz. Era parte del
equipo campeón de baloncesto, algo en lo que realmente no me destacaba. Pero
eso no era lo importante. Tenía 18 años, la vida social y sexual plena eran para
mí temas prioritarios. Me paseaba por Eureka, Sacramento, Albion con la
esperanza no solo de contribuir al éxito de mi equipo, sino de ser uno más y
participar de fiestas y relaciones. En los
partidos de Basket los Cardinals siempre ganaban. Las cheer leaders compartían
el último asiento del tosco autobús anaranjado con las estrellas del equipo,
pero no conmigo. Participaba de todas las actividades en las que pudiera
socializar y ser aceptado como uno más. Fue inútil. Nadie me hablaba en los
pasillos de Mendocino High School, Jamás logré entablar conversaciones con los
del equipo de futbol americano, tampoco con los compañeros de los Mendocino
Cardinals. Mi familia adoptiva era un exponente
del hipismo arraigado en la vieja sepa de esa comunidad originaria de los años
60. Cierto fundamentalismo rabioso me alejaba también de esa situación tribal.
Intentaban ser comprensivos y cariñosos conmigo, pero no encajaba.
Agotado
emocionalmente de mi propio fracaso de adaptación con todos los grupos de la
constelación local, decidí rebelarme. Me largué de la familia en la que se me
había adoptado. Decidí probar marihuana y hacer dedo. Quise comprobar si finalmente
lograba quebrar ese rechazo constante y sin fisuras. Lo logré, incluso consiguiéndome una novia hippy. Pero a un alto costo.
En
mi deriva, me refugié con mi novia en una caravana hippy junto con su madre
Bloodshine. Me convertí en un nómada de los bosques que rodean Mendocino. Allí
tomé consciencia de lo que estaba pasando en la montaña asesina. George Deukmejian
era un gobernador republicano de California, implacable con los ilegales que
plantaban yerba. El gobierno del Estado había recurrido a fondos federales. Helicópteros
Apache aterrizaban en los cultivos. Incautaban el oro verde de
inmensas plantaciones, como si se tratara de cualquier país centroamericano en
los confines del Imperio. Pero además de los helicópteros y los federales, los
hippies plantadores de marihuana tenían que vérselas con los rednecks. Estos
personajes de mala calaña se habían instalado en la montaña de Albion a especular y a lucrar con el jugoso cultivo alucinógeno
ilegal.
Mendocino
era un pueblo en la frontera del Imperio Americano. El Condado de Humboldt era
el último espacio sin conquistar por el hombre blanco. Una vez aniquilada la
población indígena local, algo en lo que los conquistadores españoles se
empeñaron con especial esmero hasta el siglo XIX, todavía resistía un espacio
sin domar en la mítica California del Oeste de los 80. Los helicópteros aterrizaban
en campos de marihuana que eran la envidia del mismísimo cartel de Sinaloa. Los
rednecks hacían desaparecer a los hippies junto con sus granjas idealistas. En
la montaña frente al Little River había
asesinatos cada día, secuestros extorsivos, muertes violentas. En la montaña desaparecían hippies, narcotraficantes, gente que pasaba por ahí, trabajadores en las
plantaciones. Había ajustes de cuentas y muertes por deudas o por acreencias
sin honrar. Ni a las tropas del gobierno que requisaban marihuana en vistosos y
mediáticos operativos, ni a los policías locales, raquíticos de recursos,
parecía importarles el destino de esos desaparecidos.
Debido
a mi rebelión adolescente, el comité comunitario me expulsó de Mendocino. Me deportaron
en un vuelo de vuelta a Argentina desde Nueva York. Había desobedecido las tres
leyes básicas: no probar marihuana, no hacer dedo y no abandonar a la familia
adoptiva.
Mi
voz en el periódico local fue acallada. En
“My First Impression” hablé de los desaparecidos argentinos. No llegué
a publicar otro artículo que habría impactado mucho más en la población local. Si
lo hubiera escrito, el título habría sido “La Montaña Asesina” “My Last Impression”.
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