La insoportable levedad del capitalismo





Veo a toda esa gente paseándose por el aeropuerto, las tiendas luminosas, los pasillos extensos. Es gente que ha atravesado el control de seguridad. Están limpios, han sido controlados. El agua que beben ha sido comprada en lugares autorizados, que cuentan con el monopolio absoluto de la sed y de la voluntad de las autoridades que cuidan a la población de materiales inflamables y actos terroristas.
No me invade el asco, ni el deseo, me invade la admiración por un mundo limpio. Toda la gente desde la puerta A hasta la Z 89, tiene la misma actitud despreocupada y a la vez ansiosa. Tienen que llegar a horario, estar atentos. No vaya a ser que el asiento de 14 cm o el motor a retropropulsión contaminante los deje varados en un aeropuerto del cual solo se sale en taxi, que está de huelga. La sociedad estalla en mil pedazos fuera de esta superficie inmensa, resguardada, blindada, en la que se visualizan aviones de dimensiones sobrenaturales que parecen de juguete y que levantan vuelo como aves. Maravillas de la ingeniería humana que superó cualquier obstáculo para que estas familias de dos, de cuatro, de cinco integrantes pidan un cacaolat, una ensalada light, dos cafés expreso y una coca cola 0 mientras esperan el llamado en la puerta de embarque. Una empleada traslada el cartel con el número de vuelo y los pasajeros, dulces feligreses, dóciles en su espera del paraíso, la siguen. Cuando la puerta es la misma vuelven al sitio anterior, siguiendo con lealtad a la empleada desorientada y anónima como ellos.
Todos han comprado su parcela en el paraíso. Se trata de un metro cuadrado en las blancas y suaves arenas de Menorca o de cualquier isla que suene parecida. Es julio así que los precios de la tierra se han disparado. En el valor de 24 € del pasaje, que incluye las tasas y equipaje incontrolado e ilimitado, se suma esa parcela en la que todo es posible. Asarse, calcinarse bajo una sombrilla porque ninguna piedra es lo suficientemente alta como para que en la cala haya una línea de sombra al mediodía. Contemplar culos y tetas hasta morir de deseo, soportar el agua tibia para aliviar tanto calor y tanta molestia. No soportar los niños de uno, pero si los de los demás, que están dando patadas y con una rabieta porque un juguete se quedó en el hotel. Aguantar la arena, el sol, el tortuoso sistema de parking selectivo, la agobiante sensación de no llegar nunca al agua. Todo por un metro en la playa, por hacerlo siete veces o tal vez uno o dos días más. Todos han burlado la oscuridad perversa de un sistema que era para los ricos. Nadie posee una casa en Binidalí ni un palacio en Palma, pero todos tienen ese terreno por 24 €  mas el apartamento turístico sea legal o no.
Que importa que no haya viabilidad en el sistema de generación de empleo, en las finanzas, que los hielos se derritan, que las comunidades aborígenes no puedan preservar sus costumbres ancestrales, que los niños crezcan con pantallas pegadas a la pátima del ojo. Que importa que Instagram o cualquier fotografía rija nuestra autoestima y nos haga sociables o no. Que pasemos las páginas de Tinder como si fueran muñecas descartables. La despersonalización absoluta y la lista interminable de males del capitalismo se terminan en esa sala enorme donde todos los deseos están cumplidos y controlados. No puedo hacer otra cosa que contemplar y admirar como el animal humano lo ha sublimado todo, absolutamente todo. Una masa incontrolable de personas anhelantes de descanso abúlico en el corazón de una cala azul es capaz de cualquier cosa y solo espera embarcar. El espacio está a merced de unas empleadas que intentan controlar nada menos que el tráfico aéreo de un aeropuerto fuera de toda escala humana. Un lugar donde como en el mundo feliz de Huxley todos los deseos desembocan en el mismo embudo del control aeroportuario y una parcela en la cala.

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