El día de la derrota


Lograr que un equipo quiebre la barrera defensiva, organizada con esmero, con tecnología de punta que permite develar la cinética y la estrategia del adversario, es imposible. Pero existe el factor humano. De la nada el desgarbado Di María saca un remate y le da en el ángulo, adentro. Una pelota rebota en Mercado, que está ahí por casualidad, en un camino trazado por Messi. En el minuto 92 Agüero hace un gol inútil gracias al inefable pase de, otra vez, Messi. La onomatopeya Mbappé es una máquina de matar esperanzas por ese mismo factor humano.

Los letales contragolpes franceses, el primero termina en un penal, se abren para acabar con una dinámica de juego limpio, sano, lúdico, creativo, que no sirve para nada. Es que en el fútbol, como en los negocios, lo que importa son los resultados. Si alguien está ahí para ganar, lo hace desde la más pura especulación, para partirle el crisma al adversario.

Hay un día en que uno quiere ser cualquiera, quiere fundirse con la masa, ser uno con los demás y no pensar más en nada. No tener que acarrear la angustia existencial del extranjero, ni la frustración del que no ha podido marchar para encontrar mejor ventura fuera del hogar. No hay en ese momento ninguna expectativa más que la de que el pase sea correcto. Es día se asume la dignidad de la derrota. La frustración del fracaso es parte de esa corrección a la que está acostumbrado el hombre consciente, anti futbolero, que se opone a cualquier bandera y sufre con cada desaparecido rechazado en el mar por culpa de sentimientos como los que pueblan el fútbol: xenofobia, racismo, odio al diferente, supremacismo, victimismo y exitismo.

Así, en el día de la derrota, se pueden apreciar los matices de eso que se llama vida. Aún no estamos gobernados por robots, que bueno. Algún jugador puede salirse de las casillas y marcar sin que nada lo detenga. Así puede fallar un defensor, puede derrumbarse una estrategia porque sí.

Cuando Hitler decidió desviarse y no conquistar Moscú, perdió la guerra. A veces un error táctico y la persistencia en ese error, genera un regreso a los canales de los banales cercos que plantea la realidad. No fue el caso de este partido, en el corazón de Rusia, donde ni siquiera Napoleón no logró hacer capitular a los guerreros curtidos en el frío. Nadie puede con Rusia, ni siquiera Argentina con su ejército de improvisados y malabaristas, con su caos orgánico y su desesperación perenne, cuna de hombres como Maradona, que se creen dioses y genios al vencer la adversidad de manera creativa y sin explicación posible.
La derrota, la madre de todos los males ajenos y propios, nos hace más fuertes, no en la convicción de la victoria, sino en la horrenda y hermosa vulnerabilidad humana. 

Siempre habrá otra victoria posible, la del vigor de una nueva generación sobre un grupo experimentado que se retira, la de la muerte sobre la vida, la de lo imponderable por encima de la metódica calculada de los algoritmos, la de la humanidad sobre la estrategia.
Esta vez, ganó la estrategia, la próxima tal vez se imponga otra vez la improvisación. Lo bueno de todo este juego es no saber, no saber nunca que va a pasar y saber que al final, se gane o se pierda, siempre habrá otra forma de ganar, aunque nunca más se pueda hacer un gol de rebote.
                                                                                                                            

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