1944



                                                Marguerite Duras



Estamos en 1944. Escribo desde las ruinas de una Europa devastada por la intolerancia. Otra vez, los refugiados pueblan las carreteras y las mujeres y los hombres, malditos en su desesperación, esperan a los otros, a sus amados, en la zozobra.

Otra vez, el Mediterráneo es testigo de la iniquidad. La esvástica ondea en 1944 sobre unas rocosas islas griegas. Todo el mundo arde de venganza y los refugiados atraviesan las fronteras sin que nadie los acoja. Sin que ningún barco los recoja. “Los que salven vidas serán considerados delincuentes”, rezan los edictos de los poderosos italianos, hartos de salvar familias y seres convertidos en despojos. Los poderosos que un día fueron pobres, desembarcaron por miles, no con un barco sino con cientos de barcos en todo rincón donde pudieron desembarcar. Poblaron países enteros, como Argentina, fundaron barrios y fueron admirados por su pujanza. Esos mismos italianos hoy prefieren que 250 personas mueran antes que recibirlos en sus costas.

Algo está mal diseñado, algo no tiene sentido en un mundo plagado de inequidad, de injusticia, de miseria y de explotación. Occidente, opulento, moribundo, envejecido y despojado de discurso, mira para otro lado, mientras África sucumbe en su propia miseria, la misma miseria que Occidente cultiva y vigila.

Estados policiales se erigen sobre el esfuerzo de los débiles, en medio de la especulación sin fin de los que controlan el capital, las finanzas, el flujo de un dinero impreso en entidades que tienen dueño. Un dinero que no tiene otro respaldo que la explotación salvaje de los que están al fondo de la cadena productiva. Obreros subhumanos, robotizados que producen la plusvalía que permite imprimir esos billetes, que circulan y vuelven a caer en las manos de los que inventaron la rueda.

Se levantan más y más muros. A nadie le importa, realmente, el vecino, salvo como cómplice de un diluido espíritu de clan, dotado de los sentimientos más racistas y xenófobos que puede albergar un alma. Una deriva salvaje de la que somos testigos mudos y cómplices.

Los poderosos, los salvajes, los oportunistas y los populistas de siempre, los nacionalistas de cartel y los que dicen ser representantes de un pueblo unido e inalterable, esos son los que se salvan. El problema no es su discurso poblado de miseria y vacío, de odio al diferente y de desprecio por el débil. El problema no es su fascismo arraigado en la piel, su oscuro emblema de miedo y rechazo a todo lo que no sean ellos mismos. El problema lo tienen quienes comparten ese discurso y lo alimentan con votos, recursos humanos, dinero y armas.

En ese callejón, en esa encrucijada, nada la Europa de Heidegger, el rector nazi que hablaba de un Ser colectivo, la Europa de Spinoza. vilipendiado por rescatar la capacidad de decidir frente a un Dios todopoderoso. En esa Europa de Freud, Marx, Nietzshe, se erige otra vez el monstruo asesino.

La memoria se ha echado a dormir mientras otra vez las carreteras están llenas de refugiados con los zapatos destrozados y con su cuerpo hecho un espectro, deseosos de reencontrar su hogar. Margarite Duras espera en Paris a que su amado regrese. Alguien en un pueblo de Africa ha partido. El mundo no termina de sanar, ni de encontrar la paz en su giro frenético hacia el vacío. Tan escaso respeto por los millones de víctimas propias y ajenas que engendró la locura asesina de las banderas y ahora es lo mismo. Cuerpos en el Mediterráneo, familias destrozadas en la frontera, víctimas de una hecatombe que se extiende mientras los representantes del odio inflaman el alma de sus votantes y sus financistas con consignas claras: ni un inmigrante más.  

Nadie hará nada por nadie, como en 1944, mientras no se transformen los últimos vestigios de un capitalismo convertido en la sombra de su propia limosna. No habrá salvación posible mientras siga acumulándose el poder y el dinero en el paraíso de los poderosos, ahí donde ni los que se ahogan en el Mediterráneo ni los que votan a populistas de pacotilla jamás llegan con sus consignas simplistas de odio y marginación.

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