El misterio del viaje




Recorro los parques de Tel Aviv . Los  niños juegan alrededor de un payaso. Observo a las madres y los padres sentados alrededor de los que crecen, las flores frente a la Ópera. Me adentro en las calles cubiertas, protegidas del calor abrazador, en los túneles subterráneos y bizantinos llenos de inscripciones y mosaicos. Entro en los subterfugios de la Torá, reescrita con esmero en un rincón oscuro e iluminado del corazón de Jerusalem. Me adentro en los barrios viejos de París, en los espacios abiertos creados por los reyes en el Palais Royal. Transcurro en el desierto sobre un campo minado, en la frontera entre la razón y la locura más absoluta. 


He viajado tanto y tan rápido que todo se me confunde, como si estuviera siempre en el mismo sitio. ¿Qué es lo que tienen en común los seres que avanzan entre dos perspectivas y líneas simétricas de arquitectura vertical y enhebrada como un dardo hacia el horizonte? ¿Qué tienen en común la magnífica línea del Louvre, esas estatuas de los sabios franceses y el Museo de Arte Moderno de Tel Aviv, con su estructura de bunker futurista similar a una nave espacial a punto de despegar frente a la torre de vigilancia más segura del mundo en el rincón más vulnerable y protegido del planeta? ¿Quién es el verdadero enemigo, quién es el verdadero amigo cuando las esculturas se alzan bajo la luz que alumbra todo por igual, pero con matices?

¿Que hay en ese muro al que se acercan los soldados con sus ametralladoras desarmadas, los religiosos uniformados conversando con un Dios que los escucha, al que interpelan una y otra vez a través del libro? ¿Qué son esos libros, esas inscripciones hebreas, esos números a los que nos referimos con letras?
Parece que siempre estuviéramos escribiendo el relato desde el mismo sitio, pero que el relato nunca fuera el mismo, que estuviéramos caminando hacia el abismo o desde el abismo con el miedo en el cuerpo y en el alma, pero a la vez saliendo de una oscuridad primaria para ver una luz que acabe de una vez con una angustia infinita.
La paz no parece anidar a orillas del Sena. La luz se esfuma sobre los barcos anclados en la tarde, en los libros apilados en el Barrio Latino, en las monumentales líneas del Centro Pompidou o en la doble vereda de la avenida Rotshild de Tel Aviv. Menos parece acercarse junto a los soldados que se fotografían junto a las piedras desnudas del Muro de los Lamentos. Tampoco está en los sólidos rostros de los que escribieron los textos de la Revolución Francesa. La paz no está en la búsqueda de los pueblos, en la deposición y en la limitación del poder absoluto de los Hamelek, los reyes que nos han ordenado ser como somos. No está en las tibias tardes de París. No se esconde en el fresco olor a aceitunas del rincón más árabe de Jerusalem, no anida en el increíble misterio del espíritu humano.
 Hay algo patético en esos monumentos que intentan conjurar la pobre y rancia vulgaridad del recorrido humano por el tiempo con algo que permanezca. Hay algo de miseria en esos nombres egoístas y generosos que han donado su tiempo y su vida para que ahora tengamos esto.






El recorrido del viajero es oscuro y fugaz. No contamos con un mapa urbano que nos lleve del barrio viejo al barrio nuevo. Ni desde la oscuridad al entendimiento de la trama que se esconde detrás de todas esas fachadas, de toda esa gente. Detrás de una cotidianeidad brutal y de la misma oscuridad del viajero hay otra cosa. Más allá del tremendo egoísmo de los que construyen, de los que donan y elevan monumentos para sus hijos y su descendencia, para las colectividades de las que forman parte y para los que los recordarán para siempre. Más allá del del tendero y del busto de piedra, está lo inapresable y lo misterioso del alma humana, igual, a la vez diversa, en todas partes



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