Aiguablava


Sam hace malabarismos en la proa para subir al yate casi inmóvil. Las dos chicas ya esperan en la popa. La catalana María y la holandesa Mersjo han aceptado también la generosa oferta del capitán. " Las chicas del campo" les dice Sam. Dos marineros de blanco sirven un desayuno impoluto, con jugo de naranja, unos croissants recién horneados y un café tibio que se funde con la luz tenue de un día que amanece espléndido.

Mersjo mira a Sam con agradecimiento.  María está feliz porque en breve el barco zarpará, ella se asentará en la proa con el cabello al viento y ya no mirará atrás. El plan de Sam es simple. Conjurará toda su mala suerte de una vez. Saldrá en este barco de Krantz rumbo a Mallorca desde Blanes. Todo el dinero que guarda en la maleta azul, que ahora está bajo la funda de la almohada del camarote doble, escondido entre el jacuzzi y la alfombra, será empleado para comenzar una nueva vida en Belize, donde dicen que se vive muy bien. Allá nadie les preguntará nada. Las dos chicas pueden venir o no, eso no es fundamental, piensa Sam. Aunque Mersjo lo mira mucho y le gusta, también María le gusta. Las dos chicas no son más que una tapadera. Se supone que están ahí para un reportaje de moda.

Todo sale mal de entrada. El yate no pasa desapercibido a la guardia civil, pero ese no es un problema, porque Krantz es mosso y los conoce a todos, les ha dado su parte. Tampoco cuesta amarrar frente a Aiguablava, donde el barco recala plácido, como un yate más de muchos que disfrutan de los largos días antes de San Juan sobre al agua transparente. La motora zodiac pasa con naturalidad junto a las barcas de pescadores ancladas. Amarrar en el pequeño puerto de piedra, subir las escaleras y llegar a la casa del francés no presenta ninguna dificultad. Las dos chicas hacen todo lo que Sam les dice. Pero cuando los tres llegan a la casa, una mansión moderna recostada sobre la roca boscosa sobre el mar con una piscina desbordante de agua salada, el jardinero ruso, que va armado, les indica que hay que abortar. Sam no le hace caso,  le entrega cien mil euros,  sigue en dirección al jardín con magnolias y violetas. Le indica al ruso que lo llame al francés, que no responde.  Entonces Krantz desamarra el yate y empieza a dirigirse a las barcas. Se ha dado cuenta que la maleta no está bajo la almohada.

Las dos chicas nadan junto a Sam. María  siente el mordizco de una lubina en la pierna, grita con todas sus fuerzas y parece ser la señal de algo peor.

A 32 nudos por hora el yate enfila a Mallorca. Krantz lo mira sin piedad. Sam no alcanza a saltar, observa a los dos chicas en la popa y recibe el impacto. En esos pocos segundos se da cuenta que perdió la oportunidad. Era el jardinero ruso o él. Era la maleta o él. Si no hubiera vuelto al yate podría haberse quedado ahí, con las dos chicas, lo podría haber denunciando a Krantz, le podría haber dejado cuatro millones al francés por la casa y podría haber vivido con 5.000 euros por mes con una jubilación de lujo con los tres millones restantes, quizás con las dos chicas.

 Krantz llegará a Mallorca en un par de horas y de ahí seguirá rumbo a Belice con las chicas del campo. Sam recibe el mordisco de una lubina en el fondo del Mare Nostrum. 

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