La mancha
Dicen
los planificadores urbanos que todo lo que está construido en la ciudad es para
generar comunidad y relacionar partes entre sí. Calles, callejuelas, cortadas,
veredas, paseos, plazas, piscinas, escuelas, hospitales, puentes, incluso los
edificios, las casas, los jardines sostienen en el fondo una idea de encuentro,
de comunidad, de habitabilidad y convivencia. Pero eso no es verdad. La
verdadera ciudad es otra.
Más
allá del temor al diferente, al extranjero, al mutante o al invasor, los
espacios urbanos guetificados representan lo que la ciudad realmente es: un
conglomerado de espacios intermedios vacíos, desintegrados y sórdidos. Es una fisonomía
desintegrada, caótica, inversa a la idea de orden burgués que alentó el
desarrollo urbano de los últimos cuatro siglos.
El
caos lingüístico, cultural, habitacional y existencial de personas que han
perdido todo apego, todo rasgo de pertenencia, toda vida fuera de un sistema
que los margina y los oprime es el verdadero duenio de la ciudad. La cuidadosa planificación de ciclo vías del
urbanista de turno se queda descolocada frente a esa marea arrolladora.
Entre
un teatro y un restaurante japonés, desplazarse representa un reto a los sentidos
y a la imaginación. En el portal de un pakistaní abierto 24 horas un marido despechado
amenaza a su mujer y dice a viva voz que va a romper todo. En la puerta de un
bar dos personajes sin dientes ríen por efecto de drogas cuyo efecto es
impredecible. Asoman mujeres vestidas con ropa muy ajustada y .labios muy
pintados en un Bar Latino donde suena bachata. Los hombres fuman afuera
esperando entrar para que los alcance la suerte del sábado a la noche. Un partido
discurre en un barcito vacío con las sillas plegadas mientras dos borrachos se
pelean en la entrada. Una ambulancia aparca junto a un carro de policía frente
a un vehículo en el que hay heridos.
Una
mujer muy joven se instala en un puente. Hace semanas que busca trabajo y no lo
encuentra. Se arrodilla junto a su perro y ruega por una moneda. Terminaremos
como ella. Seguro. No la queremos mirar, porque nos vence el miedo. El miedo y
el caos nos ganan la partida.
No
es el espacio central, el espacio turístico lo que atrae. No es el restaurante
japonés, la obra de teatro y el cine con la programación actualizada lo que
importa. No es el supermercado al lado del otro supermercado con la mayor
variedad de alimentos jamás imaginada lo que nos alimenta. No es ese edificio
al que volvemos de noche y donde podemos dormir porque un ascensor funciona y
la luz se ha pagado, donde hay un televisor y un par de ordenadores para que
practiquen y juegen los ninios lo que nos da seguridad. No es eso lo que
importa en la ciudad, no es eso lo que crece.
Lo
que crece es lo otro. La mancha oscura y caótica le gana la partida al orden
burgués planificado de la ciudad. Por suerte, a medida que crece esa mancha,
nos damos cuenta que estamos vivos. Tomamos consciencia que somos todo eso. Somos parte de ese espacio
intermedio. Y cada vez que atravesamos ese lugar, por mucho temor que nos
inspire, nos hace más ricos, más jóvenes, más diversos y más vivos.
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