Gracia


 Me enfoqué en lo indispensable. Me fui poniendo un calcetín, luego otro, me incorporé. Me costó encontrar la ropa limpia y doblada. Hacía años que no tenía la ropa limpia y doblada. Hacía años que la ropa era mi responsabilidad y de nadie más. Hacía años que me levantaba así, en esta sensación de incertidumbre absoluta.

Me tenía que levantar, eso seguro y más claro aún era que iba a ser un día frío. Aún no lo sabía mientras encontraba la camisa que me hacía falta para aparentar entereza frente a mis clientes. Mientras encontraba un pantalón adecuado, con la tela lo suficientemente gruesa como para no sentir un frío atroz.

Luego del café, en cámara lenta, de las dos tostadas con miel y de abrir la puerta para ir a buscar el coche escarchado corroboré que todo lo que había temido en el primer instante de la mañana era cierto. Que no había nada que hacer, ese sería sin lugar a dudas, el día más frío del año. El hielo sobre el vidrio, la mano congelada intentando despejar esa superficie para ver algo. El coche en medio de la bruma casi oscura a pesar de que el sol ya asomaba. La ruta helada, los pirineos nevados al fondo. Llegar a la estación con la noción de llegar tarde, llegar siempre tarde donde nunca pasa nada.

Hay que tener un par de cojones para salir así en la mañana, a ningún sitio, a un tren que está a punto de partir, hacia otro lugar donde a uno nadie lo espera. Hay que confiar en que en medio de ese frío cubierto con un gorro y una bufanda, una chaqueta de cuero espeso, gruesa, inerme que no termina de protegerme del principal dolor de una madrugada atroz: mi propia soledad en el andén. Se arrima el tren, que por suerte se ha demorado los tres minutos que tardé de más en cruzar  la estepa, el bosque y el río para llegar al pequeño pueblo con la estación del Media Distancia.

Siempre he sentido que el viaje en tren es una transición ordenada y pacífica hacia un nuevo mundo. Un espacio de no tiempo que permite establecer un puente con lo que vendrá en una situación de transición. Este día, es distinto. El frío sí, el frío más intenso que afuera se convierte en copos de nieve, en estaciones heladas con gente cubierta hasta la cabeza con gorros de lana y que entran al tren como un alivio a la extrema temperatura.

Bajar en Gracia y atravesar el túnel hasta el exterior ya anuncia lo que vendrá en la boca de la escalera que sale a Aragón. La gente no está apurada esta vez, como es habitual los lunes a la salida del tren. Tampoco hay turistas como en verano ni gente despistada intentando ver que tren les toca. Nada de eso.

Solo hay avalancha, avalancha humana y la nieve. La nieve que entra por la boca del metro como si fuese un aluvión fresco del pirineo. Una nieve salvaje y blanca que se mete entre los vagones y lo inunda todo, lo deja todo petrificado.

Siento que ya no puedo, no puedo hacer ni un escalón más. El universo blanco ha ganado la partida, no hay como salir de ahí, la ropa mojada, la piel helada, las tripas y la boca tapadas porque por la entrada de Aragón baja un aluvión salvaje, una verdadera avalancha blanca helada imparable

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