Noviembre, todos los muertos

 

Obra de Pedro Gerardo Halac, fallecido el 27 de noviembre de 2009 


El tiempo pasó, ahora sí me doy cuenta. Ayer se murió Tomás Lonzano, el padre de Marina, que  era una especie de tío de todo el mundo. Tal vez se murió de pena por el cáncer y la muerte de Ariadna, la hermana menor de Marina. 

Nada más precario que la vida. Les escribo a todos los muertos, los que se van muriendo, sin remedio. No hay mucho que escribir. De la foto del último viaje, antes de la pandemia y del desastre, solo quedan tres. Tomamos esa foto junto al lago, había viajado el pueblo del lago para verme con Marina, hacía 11 años que no hablábamos. Fue de nuevo como siempre había sido, el asado, los amigos de Tomás, el vino ,  la risa, el agua , el bosque de pinos, la siesta. Marina, tibia, sonriente, entregada, como si no hubiera pasado el tiempo.

Lo amaban a Tomás, cerca del lago,  sus tres hijas, su esposa, sus amigos. No había sido puntero político ni nada parecido el Tío Lonzano. Era amigo del Presidente de la Nación, del Gobernador de la Provincia, del Intendente, del médico, del abogado y del notario del pequeño pueblo junto al lago. Era querido solo por su forma de ser, afable. Era amigo de todos Lonzano, el padre de mi ex. Y se murió igual. Uno siempre cree que la muerte es inmune a la bondad, pero le da igual. Cuando alguien se tiene que ir, se va.

La hablé a mi ex mujer desde mi refugio en la Isla del Dragón. “Marina, quiero que sepas que acá estoy” Estaba frente a la playa de las Concas, mirando como las olas furiosas de noviembre se ensañaban con unas piedras rotas y cansadas.

Se cortó la comunicación, Marina estaba encerrada en su dolor, agradecida, a la vez locuaz, no pude seguir escuchando, había interferencia.

Seguí con un mensaje de voz “Gran tipo tu padre, vivimos tantas cosas juntos, tu familia, tu madre, los asados, el amor incondicional, un hombre bueno…” dije lo que pude, lo que me salió y me quedé en silencio mirando otra vez las olas, salpicado de frío, de lejanía, de dolor ajeno y propio.

Había siete amigos en esa foto, habíamos ido con un grupo de la facultad. El Toto Carpugio, la chancha Morati, el loco Vanoli y Sergio Regio, muertos poco después en un accidente de coche camino a Villa La Angostura. Una ruta de mierda esa, me lo dijeron varias veces.. Una barra indeleble, inseparable, ¿Quién no era amigo del Tío Lozano?.

Los asados en lo de Marina, una gran familia, un mundo de amigos, todo desaparecido, no existe más nada y ni siquiera estoy ya casado con Marina. Por suerte no tuvimos hijos.

Los tres que quedan no están mucho mejor que los muertos, me los encontré en Madrid hace un par de semanas. Tomamos una cerveza en Lavapies, nos atendió una camarera portuguesa con la cual presumimos de guapos: El gordo Vagnioli, que  tiene tres bypass, le preguntó que es una milanesa. La portuguesa, delgada, no más de 23 años, delicada y sensual, le explicó que es carne con algo de pan rallado que se hace frita o al horno. El flaco Menganeto está pensando en suicidio asistido porque la atrosis del duele demasiado, la miró sensual y no dijo nada, solo sonrió. Cornelio Duarte, que tuvo un ACV y no se acuerda de los días de la semana,  le tiró un beso desde un rincón de la mesa, casi a oscuras, tal vez soñando con que la chica lo eligiera. Y yo sentí que era conmigo la cosa, porque los otros tres están acabados. Así es la vida, o lo que queda de ella.  

Este mismo mes de noviembre, mes de todos los muertos, se cumplen no sé cuantos años de la muerte de mi hermano. También me despido de él  cada año.

Le pregunté a mi madre cuando es el día, me lo recordó con precisión. Guarda los detalles de la vida y de la muerte de Pedro  como un tesoro. No pudo hacer nada mi madre en la morgue, estuvo años intentando saber que le pasó, por que se murió Pedro. No se demostró si fue un suicidio, si fue una desidia médica, si fue un asesinato o si simplemente murió porque se tenía que morir de insuficiencia respiratoria, algo que soñó como yo sueño tantas cosas. Se hizo un pleito con el Hospital Privado, lo atendieron mal, lo dejaron morir. Todo quedó en nada, todo se arregla con dinero o con desidia, a nadie le importan los muertos de los demás y los propios se guardan en el recuerdo mientras se espera el turno.

En la madrugada, cuando me despierto porque hay algo que no me deja ser, me entero por whatsapp, en el grupo del Belgrano, que murió anoche Nancy Requena, la madre de mi amigo del alma.

Nancy muere dando batalla por la vida, sin decir nada y diciéndonos a todos que se queda para siempre. Muere en su renoleta azul, bajando de Atos Pampa, contándonos lo mucho que quiere a sus hijos y con su voz grave y dulce nos cobija a todos. Algo así escribo en el grupo de whatsapp, siempre tengo calidad para los epitafios literarios. “ Siento su voz en la renoleta, bajando de Atos Pampa, con su voz grave y dulce que nos cobija a todos” escribo y nos emocionamos todos.

La Pandemia, la maldita Pandemia se llevó al mejor librero de la ciudad, uno que me había dejado presentar mis obras y las de tantos poetas malditos como él en una ciudad que no es mía pero me aguanta. El librero y poeta, murió recitando a Baudelaire. Lo recuerdo así al librero Nathaniel, de la librería Cuadros. Infame, inmortal. atravesado por un rayo de deseo y rabia. Así murió, así vivió ese librero.

Muere y nace gente todos los días. Se muere mi hermano cada día. No he podido digerir su desaparición, eso que han pasado no sé cuantos años y  acá estoy, escribiendo esta especie de homenaje a todos los muertos y sobre todo a él, el peor muerto de todos, el que podría haber sido yo o en realidad soy yo.  

Se muere todo el mundo, al final. Hasta la Reina de Inglaterra es posible que se muera algún día. Mirta Legrand todavía no se murió, pero ya no puede hacer preguntas incisivas durante la comida. La miraba durante los almuerzos con mi abuela Lita, que está muerta hace mucho más que mi hermano, en esa época ya no retenía bien las cosas y yo me reía de ella porque no podía embocar la sal del salero en el plato. 

La muerte me remite a una película rusa reciente que ví en Filmin: En  “ La Gran Ofensiva”un escueto  pelotón ruso enfrenta a los organizados y rigurosos nazis cerca de Stalingrado en medio de la noche, de la nieve,  de las alambradas, de los obuses. Cae la mitad del pelotón en un primer ataque horroroso. Los que siguen vivos continúan con la danza miserable de la obediencia debida al Partido, la sumisión al Comisario que viene a controlar la pureza ideológica y la voluntad indeleble de vencer. Los Nazis arrojan propaganda desde aviones para quebrar la moral de la fuerza, compuesta por intelectuales, obreros, novatos y trabajadores de distintos lugares de la madre Rusia. Un comisario del partido se ensaña con algunos para depurar su pureza ideológica. El comandante, un tipo duro y curtido, recibe una orden suicida de su superior, que está en una aldea cercana. Al final el pelotón se arroja, con los que quedan vivos, que son muy poquitos, sobre otro  pequeño poblado que será clave para desviar la atención de los nazis que quieren tomar Stalingrado. Stalingrado no cae, la guerra la ganan los rusos y lo demás es historia.

La vida puede más, o no hay otra cosa que una comedia absurda en medio de una muerte continua mucho más fuerte y perecedera que cualquier vida.

Si no hubiera sido por ese comandante y por esos muertos de ese pelotón, tal vez a la guerra la hubieran ganado los nazis y tendríamos a un heredero de Hitler en el trono del mundo. Ahora tenemos a otros, tal vez tan torpes y estúpidos, al menos a ese imbécil asesino no.  

Noviembre, mes de todos los muertos. ¿Quién más se murió? El jardinero de Parque Vélez Sarsfield que estaba loco y que siempre preguntaba la hora, ese seguro que está muerto. “Ya son las seis? “ preguntaba, se llamaba Toni. Seguro le llegó la hora.

El turco del almacén de mitad de cuadra que juraba que no era turco, que era armenio y que los turcos habían exterminado a su familia también tiene que estar muerto a esta altura

“¿Quién es turco? ¿Usted es turco? ¿Usted es turco? Aquí nadie es turco”, decía el turco, y nadie dejaba de decirle turco. Seguro que el Turco está muerto, que en paz descanse.

Murieron todos mis tíos paternos en estos últimos años, no queda ni uno. Se murieron de viejos, de ACV, de temas cardíacos:  tío Juano, tío Ramón, tío Lisandro. Queda mi padre, que va al médico día por medio acompañado de mi madre.

Todos los días mi padre habla con mi hermano médico como si la ciencia pudiera salvarlo de lo inevitable, o al menos demorarlo un poco. Yo por lo pronto me preparo para más muertes.

No recuerdo a todos los muertos al mismo tiempo. Los miles que se quedaron en los hospitales encerrados con respiradores, los que no pudieron cruzar, los que mueren congelados en los bosques de Bielorrusia esperando llegar a la Europa prometida. Los que caen de las barcas precarias, enterrados en el Mediterráneo. Muertes responsables o irresponsables, seguimos vivos de milagro.

Mientras la tierra, territorio de mil desastres, se agota, mientras el hombre más rico del mundo pronostica que viviremos saltando entre satélites y visitando la tierra de vacaciones, mientras otro imbécil sostiene que a la vida hay que vivirla con gafas, yo me enamoro de nuevo.

Eso sí, lo hago de manera virtual, lo cual equivale a estar muerto. Mientras lloro los muertos la vida me arranca otra madrugada.

Veo a mis hijos crecer, lo cual me acerca a la muerte, también a la vida. No soy necesario, ni he venido aquí a brillar.

Al final, somos parte de un polvo de sal que ilumina noviembre como las rocas cansadas de la costa.

Al final dejaremos que las olas del tiempo nos atraviesen y nos maten, no queda otro remedio.

 A la vez, es hermoso sentir esto, tan hermoso como la mujer de la que me enamoro en una pantalla de cuarzo sintiendo que no es real.

 

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