El día que se perdió la República
Isla
Martín García, 20 de abril de 1931
“Soy
Hipólito Yrigoyen, el presidente de todos los argentinos. Estoy anclado en la isla
Martín García. Supongo que soy como otros que han sido confinados, con justicia
o sin ella, en otras islas y en otros mares parecidos al Río de la Plata:
Napoleón en Santa Elena, Dreyfus en la Isla del Diablo…Solo me dejan conversar
con el prefecto a cargo de la prisión, con un par de guardias que se alternan
para cuidarme. Ningún correligionario me visita. Estoy aislado, no recibo ni
envío correspondencia. Cuatro décadas de lucha contra los personeros del Régimen
no alcanzaron para atajar una amenaza mucho más letal que cualquiera a las que me
he enfrentado en esta vida agitada: mi propia vejez, mi propia soledad en medio
de la multitud.
El
24 de diciembre de 1929 fue un día lluvioso y tórrido. Era navidad y se supone
que nos disponíamos al encuentro y al recogimiento. Pera en esa nochebuena pedí
que nadie me visite, en realidad esta era una velada de luto. Esa mañana partimos desde la calle Brasil
hacia Avenida de Mayo en dos Ford A negros, desde mi modesta casa de la calle
Brasil 1039 donde, a las 11.30 subí con mi chofer para ir a la Casa Rosada. Se
sentó en el coche mi médico particular, , y al lado del chofer se ubicó el
subcomisario, jefe de la custodia. Nos seguía otro auto en el cual viajaba el
personal policial de custodia. Mi chofer condujo por Brasil hasta cruzar la
calle Bernardo de Irigoyen. Al pasar frente al Hotel “Tigre”, un individuo
salió del zaguán revólver en mano y disparó cinco tiros contra el automóvil. El
chofer zigzagueó para no presentar blanco mientras el subcomisario herido en el
abdomen, y los custodios, bajaban del coche de la custodia. Un agente corrió al lugar y fue herido en una
pierna, y el atacante, identificado luego como Gualberto Marinelli, resultó
muerto de cinco balazos.
Esa
nochebuena pensé en ese gringo, Marinelli, que me quiso matar. Me desvelaban su
familia y tanta gente como él que llegó a este país con un sueño, que creyó en
su propia fuerza y en la capacidad de esta sociedad para crear las condiciones
para salir adelante. Este gringo Marinelli estaba loco, pero no puedo dejar de
pensar en él como una víctima. Le perdono que me quisiera quitar la vida. Tantas
familias como la suya en estos años de lucha han quedado huérfanas, tantos correligionarios
han sido abatidos desde la revolución del Parque, aquel 26 de julio de 1890, en
la que mi tío, el gran Leandro Alem, guió los pasos trémulos de un movimiento
que hoy es grande pero todavía tiembla.
Te
llaman “el viejo”, me dice Marcelo Torcuato de Alvear, ex-presidente como
ahora quieren que sea yo estos traidores. Deposito toda mi confianza en Marcelo
para que siga con nuestro legado y sé que le falta temple, pero no encuentro a
nadie más dotado para cumplir nuestro sueño. “Dicen que sos el último caudillo
del siglo XIX”, me cuenta. No le creo nada. No soy ni viejo ni joven. Es cierto
que estoy cansado, que no hago y deshago a mi manera como antes. Desde que
empecé, allá por 1880, creo en los principios de nuestro movimiento radical. Luché
contra el zorro Roca y sus secuaces. Admiré a Sarmiento, me batí con Mitre,
negocié con Sáenz Peña. Nos mantuvimos en la abstención dos décadas, hasta que
fue el momento de actuar. Si no hubiera sido por mis lecturas, por mis
posiciones estoicas, por mi firme convencimiento que he contagiado a
correligionarios y amigos, no hubiera logrado ni la mitad de lo que hoy está en
peligro. Empecé como ladero de mi tío Leandro Alem, haciéndole trampa a
la policía. Incorporé las tretas del juego criollo, el truco, el envido, canté
la falta y supe retirarme, salvarme y volver al juego. Supe esconderme y hacerme ver. Les enseñé tretas
a mis correligionarios. Así fuimos creciendo en cada rincón del país. Fui generoso
con los que pude ayudar, fui un baluarte para aquellos que me siguieron y para
los que no me siguieron también. La Gran Guerra aún no había terminado y llegué
a mi primera presidencia, joven, enarbolando lo que fue nuestro principal triunfo,
el voto universal, que le arrancamos al Régimen durante la presidencia de Roque
Sáenz Peña. Décadas de abstención, de persecución, de enfrentamientos,
culminaron con esa primera hazaña en la que no quería participar de esa manera.
No quería ser presidente, ni la primera
ni la segunda vez. Me aclamaron y me nombraron a la fuerza. No me arrepiento.
Logramos tantas cosas, avanzamos en tantos derechos, dotamos al pueblo de voz,
de alas. Nacionalizamos el petróleo, los ferrocarriles, enfrentamos las huelgas
y dotamos de derechos a los trabajadores. Evitamos matanzas y enfrentamientos, a pesar
de la Semana Trágica, de las muertes de obreros en la Patagonia, de la
permanente tensión social entre anarquistas, socialistas y esta oligarquía que
jamás querrá perder sus privilegios. Este último mandato fue apenas un año en
la presidencia y parece un siglo.
”Acá
mando yo carajo”
“Me
contó Elpidio que eso gritó el General Uriburu, reforzado por su bigote recio y
su uniforme negro plagado de galones, intimidó al edecán y al resto de la
concurrencia en el improvisado acto que marcaba, sin siquiera ser conscientes
todos los presentes en el salón central de la Casa Rosada, el nuevo estado de
las cosas. Me había dado de baja como presidente hacía unas semanas y el
ministro, incapaz de parar el golpe, rebalsado en su afán de dilucidar si
Elpidio González los había traicionado, no me informó lo suficiente como parar
la conspiración. La duda sobre Elpidio queda ahí, nadando en la consciencia, por
lo pronto es el que me informó lo que pasó en esos instantes trágicos. Desde
las sombras, la Standard Oil, los abogados y los apoderados de los intereses
ingleses y norteamericanos. En el frente, en el centro del salón de los bustos
de la Casa Rosada, estos militares bien cuadrados en sus botas. Me llamó la
atención en la foto ( yo no estaba presente ese día) el porte y la elegancia
del cadete Juan Domingo Perón, un
oficial de enlace. Oficiales jóvenes como ese representan quizás más amenaza
que estos carcamanes gritones y consagrados que se creen dueños de la verdad y
de la Patria. El vicepresidente Martínez se quedó mudo, con el ministro a un
lado, los protagonistas de la asonada estaban en el otro extremo del Salón Blanco.
Por suerte no hubo pérdidas humanas que lamentar. A mi retrato, colgado en el
pasillo le descerrajaron un disparo. fue la única víctima mortal de la exitosa
asonada. La historia se explicará desde el futuro, no hay dudas. Sigo preso y
cada vez más aislado. Hago una reflexión íntima, final, antes de seguir con mi
defensa frente a los fiscales y los jueces ilegítimos nombrados a dedo por los
personeros de intereses espurios, traidores que me tienen prisionero como a
tantos otros correligionarios. Prefiero el derrotero solitario del exiliado que
ser el héroe frustrado de una historia que nunca se termina de escribir. En mi
destierro que parece que ahora será eterno, recuerdo a la familia de ese gringo
loco, Gualberto Marinelli, que me quiso matar. Desde el momento en que lo vi, tendido con cinco balazos, ni yo ni el país fuimos los mismos. Me aislé,
no quise ver a nadie más, salvo a Marcelo de Alvear en contadas ocasiones. Me
puse enfermo y dejé el gobierno en manos de colaboradores que naufragaron a las
presiones de estos tiburones.
Me
faltó mano firme, aflojé y ahora acá estoy, como decía antes, víctima de mí
mismo y como dice Marcelo, de mi propia vejez. Quizás hubiera sido mejor yo ser
Marinelli y él ser yo, ahora que siento este cansancio atroz que no me deja ni
pensar ni desistir de un sueño irrealizable: el de nuestra República Argentina”.
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