West Side story


Vivíamos bajo el puente de Queens, el que cruza el Hudson y lleva la línea 9 hasta Harlem. Algunos a un lado, dos o tres bloques hacia adentro, otros a la izquierda, orillando con el río, bajo el ruido ensordecedor del tren que transcurría, puntualmente, cada dos minutos y medio. Era tan agobiante  el paso del metro 9 que terminada su recorrido en la 170,  que nos habíamos habituado al lenguaje de señas.

Las reuniones de AA transcurrían en un Meridiano en el que confluíamos todos, incluso venía gente del Bronx y de Brooklyn porque el reverendo Daniel y la maestra Ana, junto con un par de monaguillos lo llevaban todo muy bien. La pequeña capilla lucía siempre limpia y el pilote que había en medio de la sala central hacía de división entre chicos y chicas con lo que se evitaban problemas de difícil gestión, como embarazos prematuros, peleas por celos y otras cuestiones difíciles de gestionar entre adictos como nosotros.

Lo importante no era tanto seguir las reglas expresas, que estaban muy claras desde el principio:

“ No habrá corrillos”

“ Solo por hoy”

“ Vivir el aquí y ahora”

“ Estar presente”

Sino entender las reglas no explícitas, que eran mucho más importantes que las anteriores:

“ No enamorarte de una compañera de grupo”

“ No enconarte con un tío porque te parece un capullo”

“ Ser obediente al mandamás de turno”

“ Nunca quitarte la mascarilla para ir al baño”

Los “Canallas”, así nos habíamos bautizado Ferry, Michael y yo, éramos unos desviados. No estábamos dispuestos a seguir ninguna de esas normas. A pesar de ser parte del grupo y ser aceptados formalmente, todos y todas eran conscientes de que nada de lo que pasaba allí nos importaba.

Ferry tenía un problema de alcoholismo severo, se pasaba las tardes con una botella de ron o de tekila, ensimismado en pensamientos oscuros que le impedían pensar en nada que no fuera su propia soledad. Todo se le iba a la cabeza y terminaba mintiend. Dicen que se había cargado un tío en el Upper East Side solo porque lo miró mal, pero eso eran rumores. Michael tenía otro problema: era adicto a las drogas duras y no paraba con la heroína y la cocaína. Vivía acelerado, se la pasaba corriendo de un lado a otro. Por mi parte no tenía ninguna adicción, la verdad no sé por que iba a ese grupo, creo que para ligar, me gustaban las tías.

Ninguna adicción era más grave que ese hecho tan estúpido y simple: me gustaban las tías. Y en particular me gustaba una tía.

Los canallas nos reuníamos, antes y después de las reuniones de AA, en el bar de Quincy, de este lado del puente y las Spicy Girls, tres tías que más o menos respondían a nuestro perfil adictivo, se reunían en la tienda de Marma, donde al fondo se servía café y donuts a quien quisiera sentarse y probarse unas bragas.

En lo de Quincy por lo general solo entraban tíos, canallas como nosotros. Solía haber trifulcas, no era extraño que alguien terminara con una bala en el pecho o en la cabeza por mirar mal a un segurata o a algún asistente a la caverna. Es sucedía si por ventura alguna chica se adentraba en ese bar turbio y maloliente.  

De las tres tías de AA que se autodenominaban Spicy Girls, había una en particular que me atraía mortalmente. Kelly. Las otras dos Morianne y Marylou, podrían haber sido monjas o prostitutas en sus vidas paralelas, dos caras de una misma moneda. La verdad que me daban igual.

Kelly tenía algo que la hacía irresistible. Ella, por su parte, estaba perdidamente enamorada de Ferry, tipo enigmático y encerrado en sí mismo que la había mirado al principio, pero que había dejado de prestarle atención cuando llegó al paroxismo de su crisis alcohólica al promediar las sesiones de la primavera.

No sabía que hacer para llamar la atención de Kelly. Para ella yo solo era un viejo judío de Brooklyn que asistía a esas reuniones para purgar alguna pena de mis ancestros. Así me mostraba frente a los demás. Por ese entonces promediaba los 55 y ella tenía 21 recién cumplidos. Comencé a escribir textos y a leerlos en voz alta en las sesiones de terapia grupal. A nadie le importaba lo que dijeran mis escritos, que por otro lado jamás un editor de Manhattan aceptó publicar.

Kelly siempre traía algún problema ajeno a cualquier lógica a las reuniones. Entonces ella, las Spicy Girls y las demás lloraban y empatizaban con ella. A las chicas les encantaba llorar.

“Ayer mi hermana pequeña me riñó por una muñeca” decía Kelly y todas empatizaban con ella. Los tíos, especialmente los morenos más guapos a los que ella miraba con elegancia, se acercaban a consolarla. Porque las sesiones, a pesar del pilote, eran mixtas y las situaciones que cada uno traía al grupo servían supuestamente para hacer catarsis y para que todos tuviéramos un motivo para trabajar nuestras adicciones.

Un día me animé y la busqué a Kelly en su dirección particular. A pesar de la diferencia de edad, tenía muchísimo para aprender de ella en niveles insospechados.

Ella me atendió con su desenfado habitual, las Spicy estaban en su casa tomando cerveza y fumando porros. Había ido con Ferry y Michel, los canallas nunca nos separábamos.

De entrada noté que Kelly estaba tratando de impresionar a Ferry.

Como Ferry y Kelly , Michel.  Marionne Y Mary Lou terminaron triturados junto al puente y yo en esta celda  escribiendo esta historia, es un misterio.

Algo oscuro sucedió entre la tarde en que me animé a confesarle mi amor a Kelly y la noche del asesinato triple.

La idea ( la habíamos comentado con los Canallas)  era meterlas a las tres en un cofre, hundirlas en el Hudson y generar confusión con pistas falsas. Pero todo salió mal desde el principio. Michel había estado en un reformatorio y se corría la voz de que trabajaba para los polis. Todo se precipitó cuando estábamos esperando el metro luego de una reunión de AA.

Ese tren arrollándonos uno a uno por la psicosis desatada de Mary Lou. Fue empujando de a uno a las vías. Yo la ayudé a terminar triturada porque me parecía que ella también se lo merecía.

Ahora que se han demostrado los cargos y estoy en el corredor de la muerte en la prisión municipal de Manhattan, pienso que hice bien en no decirle nada ni a Ferry ni a Michel sobre  mi amor por Kelly.

No hubiera servido de nada y al final, el destino de todos es el mismo en esta parte de Queens, la muerte fácil o una vida de adicciones. 


 

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