Amanecer en el laberinto
Alguien inventó la palabra
luna, la palabra moon, la palabra lune, la palabra Mond. Un invento bello, una
referencia literaria eterna. Que
importa, dice el maestro Borges, si fueron los remeros fenicios o el poeta Joseph
Rudyard Kypling el que inventó esa leyenda, la de que siempre remamos, la de
que cuando morimos volvemos a remar. No importa si fue el soneto de Shakespeare
o la poesía de Virgilio, o el genio de Cervantes quien inventó los idiomas que
hoy depuramos hasta transformarlos en basura.
Porque el idioma es basura, es
eso. Es todo lo que consumimos, lo que hablamos, lo que manifestamos cuando
avanzamos enmascarados como espectros, creyendo o dejando de creer en todo,
atenazados entre un discurso y otro. Voces y discursos, imágenes y órdenes, persuasiones
y manipulaciones. Es eso, basura. No hay más que eso en el espacio virtual y
real: Basura que consumimos como si fuéramos gallinas, pienso, alimento para
seres atorados y atontados. Nos siguen, nos invaden, nos vejan, nos torturan,
como si fuésemos parte de un cuerpo enfermo y maldito. Como si trajéramos las
mil pestes, la de Aurelio, la medieval, la gripe española y todas las
enfermedades que nos destruyen y consumen nuestras células. La peste, según
Camus, saca lo peor de los seres miserables, abarca la inmanente oscuridad de
los designios del panóptico. Pone el foco en nuestra intimidad, en nuestro
hogar, nos recluye y nos interna en el fondo del abismo más corporal.
El erotismo, acto imposible, nos eleva por encima de cualquier terror, nos
hace vulnerables, nos interna en la inmensidad del deseo, nos hace probar y
degustar el amor en un placebo de puestas de sol y amaneceres eternos, en
noches insomnes plagadas de espanto y de fusiones corpóreas, de placeres
sensoriales que dan la ilusión de que estamos vivos, vivos y en tránsito hacia
el otro que al final es el yo final, el yo del que somos espejos.
Amanezco en el laberinto. Y no
es la luz la que me ilumina, ni el dolor de mil discursos gastados. No es el
idioma como construcción poética el que me hace caer en la más absoluta
desesperación, otra cara de la esperanza.
Es la sensación de que esto lo
hemos vivido ya, o de que lo estamos viviendo al mismo tiempo en diversos
sitios. Que es la sincronía del Universo la que nos hace vibrar así, en medio
del caos.
Las palabras resuenan en el
éter, las almas se apropincuan en el asiento trasero. Y es la sincronicidad del
reloj eterno la que nos acerca esas reflexiones del maestro ciego: el laberinto
y el espejo son solo recorridos de un plan maestro en el que aprendemos a fundirnos
en la inmanencia del ascenso.
Como un caracol, me desperezo
en el laberinto hasta encontrar el significado, siempre provisorio, siempre
precario: la salida no está cerca ni es visible, pero es posible en el juego de
espejos de esos caprichosos senderos que se bifurcan.
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