La producción


Llamé a Rafaela en cuanto supe que el encargo estaba consolidado. El cliente, una inmobiliaria francesa con filiales en Ibiza, había alistado el barco de 42 metros de eslora. Lo había empleado para trasladarse el mismísimo magnate Iron Must: el Herodes, ecológico,  sin ningún elemento radiante, equipado con drones y radar antiaéreo, con instalaciones satelitales y mecanismos de camuflaje, huida y mímesis.

Rafaela, una morena de 21 años, me había seducido desde el baño de su apartamento durante el primer confinamiento de la pandemia. Las fotos no tenían nada especial, ella tampoco. Era lo que insinuaban esas imágenes, lo que me mantenía en mi rol de contratista anónimo. Rafaela reaccionó bien, parecía inocente. Pidió mis credenciales, le envié por e mail mi carnet de periodista y editor.

El lunes, a las 6 de la madrugada, nos encontramos en el Puerto de Cannes, frente al mega yate. El equipo de producción llegó puntual, a pesar del esfuerzo que significó el madrugón:  el fotógrafo druso- húngaro Slotvan Malesivich, el cliente, representado por un pasante de producción, Arno, se acercaron al hangar a las seis en punto.  Rafaela se perdió en el gran puerto de mega yates.A las 6.30 alcanzó, sinuosa y ya con su atuendo elegido, el embarcadero y cruzó el puente hacia el barco bajo la mirada atenta del resto del equipo. La acompañaba su madre, una señora enjuta, más o menos de mi edad. El novio de Rafaela, un chico tatuado, dormido o drogado, miraba estoico el horizonte. Su sensación parecía anticipar el mareo que le iba a producir el barco. 

E yate  estaba al mando el capitán Rulf, un esloveno de mediana edad, curtido en el trayecto Cannes- Costa del Sol - Ibiza. El marino conocía al dedillo lo que requería una producción con diez drones. Era experto en puestas en escena publicitarias de gran calado. La tripulación la componían un alemán rubicundo y perezoso y un rumano compenetrado con el tráfico de líneas blancas entre Cannes y Formentera.  

      “No conseguimos más nada inteligente ni más personal disponible para barco, lo siento” me comentó Rulf en un aparte en la cubierta de madera lacada con detalles de mármol ecológico de los Balcanes. “Problema Covid 19: todas unidades de barco alquiler. No saber cuando confinar gente desesperada por salir y encajar un día paraíso”. “Entiendo Rulf, trabajamos con lo que tenemos” Conocía a ese capitán. Habíamos desarrollado una recelosa confianza, la que se puede esperar en el mundo de la moda, no caracterizado por su amabilidad y transparencia.

 El barco zarpó a las 6.45. Al cabo de tres horas la luz había adquirido una verticalidad suficiente como para transparentar el fondo. Anclamos en una caleta.  Despegaron cinco drones al mando de Slotvan Malesivich. Al fotógrafo no lo conocía. Parecía un personaje reservado. Se sumergía en la pantalla de su Tablet. Me lo habían presentado como un piloto de drones. Vigilaba sus cámaras voladoras como si hubiesen sido sus mascotas.

La madre de Rafaela y el novio se recluyeron en el camarote. Cuando salieron a popa, siguieron las indicaciones del fotógrafo: se recluyeron en un rincón de la cubierta, bajo techo, donde no llegaba el ángulo visual de ningún dron. Observé la cara pálida, descompuesta, del novio de Rafaela. Hacía mala mar ese día. Intuí que algo no encajaba. El barco, a pesar de su sistema de estabilizadores con flotadores térmicos hidráulicos, parecía un demonio a merced de los fantasmas de la isla de Hidra.

El vestido rojo de Rafaela lucía impecable desde los drones de la última línea. En la Tablet de Slotvan podía verse recortado sobre el fondo marrón de la cubierta y transparente del mar. El pasante, Arno, estableció una relación que oscilaba entre la competencia y la complicidad con el novio de Rafaela. La miraba todo el tiempo, obnubilado por sus formas entre los detalles de calidad del barco. Por protocolo no lo dejamos subir a la cabina de mando. Los anunciantes no podían, por contrato, participar de las decisiones de producción. Arno alternaba entre popa y proa sin saber bien cuál era su función.

La segunda señal del desastre fue un golpe rudo en la quilla, que retumbó en la cabina de mando, donde me había apostado con el capitán Rulf. No fue el movimiento brutal lo que me puso en alerta, fue la expresión de ese marino curtido en mil contratiempos. El descontrol parecía atravesar esa mirada. 

Malesivich llamó de vuelta a sus drones. Con tranquilidad budista logró un aterrizaje forzoso sobre la cubierta, ya un tanto inclinada. Uno de los aparatos pasó en línea recta por delante de la cabina. Lo vimos caer junto al acceso a la terraza de babor, junto a los camarotes. Fue el único que se perdió. Slotvan era tan hábil que logró salvar a los demás drones de un naufragio seguro. Cada artefacto era un kamikaze destinado al fracaso que se salvaba por milagro.

 El novio de Rafaela estaba cada vez más tieso. Se paralizó, blanco como una hoja. Sin hacerle caso al rumano, la señora, adusta, entró en la cabina, que no tenía puesto el pestillo de seguridad. 

 Ella, elegante, la modelo, se había cambiado el vestido rojo por uno verde. Recostada sobre la derecha en la quilla que se inclinaba, Rafaela mantenía una compostura enervante. Arno intentaba cruzar de popa a proa con una expresión desencajada. En un descuido, aprovechando la entrada de la señora, se metió en la cabina y se abalanzó sobre el teléfono satelital.  Malesivich, versado en artes marciales, lo dejó tendido de un solo golpe seco. El alemán se encargó de hacerlo desaparecer por la borda. En términos de mi reputación y de ese cliente, esa acción criminal ya habría sido irreversible. Si el naufragio hubiera sido lo único, tal vez aún podría haber habido esperanza para mi proyecto comercial y de vida.

 La madre de Rafaela se había puesto terca. Supe que ese ese era el hilo por el que todo se cortaría.  No era el naufragio lo que le preocupaba a la señora, era un tema más delicado. 

     “ Seguramente si usted tiene una hija como la mía, de su edad, entenderá como me siento. Mi hija es más que un cuerpo”.

    “Señora será mejor que se vuelva a su camarote, les avisaremos cualquier incidencia” Rulf intentaba sonar profesional.  

     El alemán y el rumano  se cruzaron en el puente sin saber bien que hacer antes de sumergirse en las profundidades del barco para corroborar la gravedad de la falla o el orificio.


Si todo esto no hubiese sido suficiente para un naufragio, tenían que aparecer entre las piedras las lanchas Zodiac llenas de mercadería para llevar a Ibiza.. Eso en circunstancias normales hubiera pasado desapercibido. El rumano  se asomó a babor para cancelar la operación de narcotráfico, sin que sus colegas le hicieran el más mínimo caso. Los botes de goma se acercaban inexorablemente, mientras al fondo, una lancha de la guardia civil pretendía advertirnos del peligro de la tormenta que se cernía sobre las rocas.

El Herodes se inclinaba a la derecha. La motora de los guardias civiles se acercó a toda velocidad. Rafaela pretendía que nada pasaba. La señora me amenazaba. Me pedía mucho más dinero que el pactado para que ella recuperara su dignidad y su profesionalismo en medio del desastre.

Una enorme ola impulsada por el temporal arrojó al Herodes hacia atrás. Un nuevo crujido, esta vez en proa, se mezcló con una cascada de agua que barrió a Rafaela de su posición escultórica. El agua la dejó prácticamente desnuda en un rincón del lounge chill out de cubierta. Quedó aterida de frío y su novio le vomitó encima. La señora me gritaba en un idioma ininteligible por el ruido de la proa partiéndose en dos. 

 Los diez rumanos de las Zodiac llegaron en el momento en el que la guardia civil abordaba el barco. Con la presencia de los traficantes, los guardias civiles decidieron el arresto de toda la tripulación, incluyendo a nuestro equipo de producción, para averiguación de antecedentes. Esposaron a los rumanos y a pesar del inminente naufragio, labraron un acta que nos hicieron firmar a todos.   

El helicóptero nos fue evacuando de a tres en tres, en medio del hielo de las olas y el crepitar de los materiales ecológicos e ignífugos del Herodes, destrozados por la tempestad y a merced de un mar oscuro y rabioso.


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