Metamorfosis



Cuando se declaró la pandemia y se clausuraron los accesos, decidimos huir de la ciudad con mi hijo mayorFue el primer día de cuarentena. Tal vez por eso, o por la precaución de tomar un camino lateral, al costado de la autopista, no encontramos ni una sola patrulla controlando el cumplimiento del recién decretado Estado de Alarma.

La casa, una segunda residencia que había quedado como residuo de una frustrada separación con mi ex mujer, nos recibió helada y húmeda. Con el propietario habíamos hablado de una ventana rota cuyo panel superior a veces caía sin previo aviso sobre el cómodo sofá del líving. Esto había significado, más de una vez, que la vida de alguien leyendo tranquilamente a la luz de una lámpara que tenía una tendencia a desarmarse se ponía en peligro. El velador de pie era un producto de Bauhaus, le sillón, de Ikea. Lo que había en la vivienda había sido adquirido en esas dos grandes tiendas, que ofrecen diseño a precio asequible. Por eso tal vez el mobiliario tendía a lucir un mal estado endémico, haciendo gala de su obsolescencia programada.

Durante los largos meses de invierno no nos habían preocupado, ni al propietario ni a mí, la humedad que carcomía la habitación, ni el agua que se filtraba desde la alcantarilla del patio a la habitación de los niños, ni el permanente desgaste de las piezas del baño debido a la sal del pueblo marinero. Nada de eso había espantado a los turistas, que en los tórridos meses de julio y agosto podían hacer sus reservas a distancia por una de esas poderosas plataformas que lo hacen todo muy fácil. Cuando llegaban desde Bélgica, París, Toulouse o Lyon se encontraban con mucho menos de lo que proponían las cristalinas fotos de las ruinas griegas y las puestas de sol oníricas.

Alguna que otra queja había, pero los problemas venían cuando descubrían lo que era inevitable. Eso que, de común acuerdo con el propietario combatíamos y ocultábamos con vehemencia. Los pequeños insectos eran resistentes. Dramáticos supervivientes de las peores calamidades, enteros en una fealdad absoluta, lo contaminaban todo, enfermaban la casa con una ecuación terminal de la que nada saldría bien parado.  

Llegamos con mi hijo esa noche, tarde, aliviados de no haber sido detenidos y condenados a una multa por abandonar el confinamiento. Nos dimos cuenta de que nos habíamos equivocado. No podríamos regresar a la ciudad ni siquiera en condiciones extremas, tampoco podríamos recurrir a los servicios del fumigador especializado. Ni siquiera, si nos ateníamos al contenido y al espíritu de la ley de excepción, podíamos reunirnos con el propietario, como tantas otras veces, para estudiar soluciones al arraigado en inextinguible problema de la plaga.

Las estrategias urdidas en detalle no habían servido de nada. El desenlace había sido patético, como podíamos apreciar. El esfuerzo comenzado antes del invierno había sido vano. La casa estaba inundada de pequeños insectos carnívoros. No había un solo rincón donde apropincuarse sin sentir pequeñas patitas aladas recorriendo la piel. Esto resultaba particularmente dramático en las camas. Queríamos dormir luego de la agotadora y estresante travesía en la noche pandémica, pero era imposible con aquella presencia.

Ese fumigador, tan extraño, me había hecho una recomendación que seguí en detalle:  “ Rocíe  la vivienda con el insecticida de tapa roja si llegan a resucitar”

“No habrá manera de que los insectos de cáscara azul vuelvan a aparecer” me había dicho, antes,  con absoluta certeza,  cuando terminó su trabajo en octubre.

Ahora, a principios de este extraño mes de abril, todo se había convertido en un reducto para esa especie, la de cáscara azul, que habíamos identificado con fotografías enviadas por whatsapp antes de la llegada del profesional desde la ciudad a expensas del propietario.

Nos pusimos los guantes negros que nos había dejado el fumigador. Logramos rociar todos los rincones de la vivienda, detrás de la nevera, de la lavadora. Destendimos las camas, pusimos a lavar todas las sábanas. El olor del insecticida era insoportable. Que opción quedaba. Salir a la calle no solo era peligroso por la pandemia, la ley estaba en contra nuestro. “Está prohibido desplazarse por cualquier motivo que no sea esencial” rezaba la ley. Volver a la ciudad estaba fuera de discusión. Si queríamos permanecer en la vivienda la única opción era fumigar.

Aquel profesional de rasgos extraños que nos había asistido después del traumático verano anterior nos había dejado un líquido espeso y tóxico. La primera mañana amanecimos con el olor del insecticida. El caudal de cucarachas muertas ocupando todo el piso de la cocina, el comedor, la sala de estar y el baño era inabarcable.

La segunda mañana me miré al espejo con espanto. Me percaté del detalle en mi rostro.  Mi hijo se me acercó en la cocina, estábamos limpiando algún resto de antenas y patas destrozadas. El veneno no solo las aniquilaba, las desintegraba. Eso hacía fácil luego la limpieza de los suelos y los rincones. El fumigador me había dejado una rejilla impermeable y a prueba de fluidos desinfectantes. “Eso sí, nunca deje de emplear los guantes para hacerlo” me había advertido como si no hubiese sabido que si tocaba ese líquido lo mínimo que me pasaría sería perder una mano. Estando como estaban las unidades de terapia intensiva, saturadas por las víctimas de la peste, en esa primera etapa de la pandemia no me podía permitir de terminar ingresado. Sería una sentencia de muerte.  

La observación de mi hijo, y mi propia imagen en el espejo, luego de haber eliminado esa plaga con fervor y disciplina, me pareció en un primer momento anodina. Revisé mi rostro en el espejo otra vez. Me di cuenta de algo aún más terrible que la pandemia, que la plaga de cucarachas y que la imposibilidad de futuro que planteaba todo el confinamiento humano. El pelo del bigote era del mismo color de uno que había notado en el fumigador.

Me consoló el hecho de que los transeúntes, cuando nos dejaran salir, no notarían el detalle bajo la mascarilla reglamentaria. Esa pequeña antena de insecto colada en mi barba humana natural podía pasar desapercibida mientras fuera obligatorio el uso del tapabocas en espacios públicos.

 



Comentarios

Pedro Halac ha dicho que…
Fuerte. Pese a la metamorfosis fue un confinamiento productivo ¿si?

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