La ventana indiscreta
Contemplo
por la ventana. Han pasado otros seis meses de confinamiento. Así, sin darme cuenta,
llevo aquí encerrado más de lo que recuerdo haber sido libre en algún momento.
He olvidado lo que es la libertad. No he abierto la caja de recuerdos ni me he
asomado a mi propia tristeza más que para enterarme que no hay nada que no
tenga remedio, salvo la oscura sinrazón de la muerte.
Estoy
aquí, frente a esta ventana, confinado. Contemplo un paisaje de personajes
fantasmagóricos, que entran y salen del cuadro mientras yo, encerrado, solo
puedo apuntar en mi imaginación lo que les falta a todos para ser. Para entrar
definitivamente en mi vida o salir de ella.
Una
mujer con un carrito de compras cruza la plaza vacía, en línea recta. Se dirige
al puente sobre el río, atraviesa el caudal fresco, se interna en el mercado munida
de un pañuelo en la cabeza, un protector para sus facciones, guantes de goma.
Dos adolescentes se abrazan y besan en la esquina junto a la muralla. Beben
hasta más no poder, están beodas, borrachas. Una es pelirroja, la otra es
morena, sus pieles desnudas, sus cabellos lacios y hasta sus voces sin
estertores, rebotando en la muralla y en la plaza de cemento vacío llegan a mí
con la forma del deseo. Entre ellas no hay más que gestos, una música
estridente, tal vez un regaetón, o algo peor. Un instante de Instagram y luego
tres instantes más, tal vez un vídeo para inmortalizar esa salida salvaje en
medio del encierro. Ese deseo latente y abierto en medio del desierto de
cemento y piedra. Esa juventud eterna que se consume en un solo instante. Esa
bebida voraz del alcohol intoxicado para olvidar y dejarse llevar por el placer
del momento. Las tengo en mi habitación a las dos, en un instante instagram.
Ahora soy el personaje de La Naranja Mecánica, envuelto en un sexo atroz y
sensual como el filo de un arma.
Ahora
soy un detective privado, un auscultor de historias ajenas. Me meto en sus
intimidades de calle vacía. Más que la señora y las dos adolescentes me sorprende
el niño con la pelota. El padre, el niño la pelota, cruzan de un sitio a otro de
la plaza con movimientos concéntricos, ambiguos, circulares. Sin rumbo, el niño
atrás de la pelota, el padre atrás del niño. Los pequeños gritos y los sonidos
del padre, de cariño amor y eso que puede ser llamado protección. Grave lo que
le ha pasado al niño en el último año y medio de confinamiento. Lo ha perdido casi
todo, hasta su capacidad de moverse, de ser él, de emitir palabras. Lo han
reprimido tanto que ahora sale a correr en esta plaza vacía que es como un bálsamo,
como un lago después de una tormenta oscura en el que navegar y dejarse llevar
por la vida. No tiene nada que hacer el padre con ese niño, ya no es suyo.
Ahora
me sumerjo otra vez en la tristeza. No sé cuantos meses, cuantos años llevo ya
de encierro, de prisión domiciliaria. Tengo unas herramientas para sobrevivir a
todo esto que no sé si ya funcionan. Un cuchillo suizo que traje de mi
infancia, que en estas circunstancias no sirve para nada. Un bolígrafo para
apuntar cosas. Un set de pinturas que no empleo. Una ira vacía y loca que no me
lleva a ningún sitio. Un par de libros que he leído y releído. El libro de
arena, ficciones, final del juego, la casa de bernarda alba, Hollywood y los
siete enanitos. Poca cosa más. He agotado todos mis recursos. He intentado
organizar una teleconferencia con mis amigos, en medio de la noche.
Nadie
ha acudido a paliar mi soledad de hojas secas. Los pocos que llegaron, se
fueron, después de apagar el audio y dejar la pantalla negra, en silencio. La
madrugada me ha sorprendido superado, vacío, seco como una hoja, casi muerto de
miedo y tieso como un muerto.
Sin
embargo aún estoy aquí, escribiendo. Junto a esta ventana en la que parecen
aparecer y desaparecer fantasmas. No, son personas. Las van desconfinando de a
poco, las dejan moverse.
El
señor Lin, o quien sea que mande en este mundo en el que se han tomado medidas
precautorias de prisión domiciliaria, debe estar muy contento. Solo ha tenido
que comprar algunas cositas a un precio muy bajo, la fruta, la verdura, unas
telas, unos tests, las mascarillas y todas esas cosas que se compran y venden
en los negocios chinos. Ha sido muy barato para el Señor Lin adueñarse de
nuestra alma. Y ahora estamos aquí todos recluidos esperando un mañana que tarda
en llegar.
Mientras
contemplo por la ventana como ahora la señora vuelve con el carrito más lleno,
como una pareja de ancianos se quita la mascarilla sobre el puente y se arroja
desde ahí hasta el caudal fresco, me doy cuenta que soy yo, no ellos, el que
está en la ventana intentando trepar y salir, el que se arroja desde el octavo
piso y todo parece más cercano y más lejano al mismo tiempo mientras el cemento
frío de la plaza y las voces de las chicas en mi cama, el niño con la pelota y
el padre desesperado corren en dirección al punto rojo, mi cerebro estallando
contra las piedras mientras el señor Lin ríe y ríe desquiciado en el puesto de
fruta más cercano.
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