Una piedrita y tres cajas de bombones
A la memoria de Tío Coqui y Tío Pedro
Jason llegó a Girona una mañana, el día que terminó
el verano.
Trajo una
piedra amarilla, con una inscripción en la que era el nombre del fallecido y
una flor lo que iba a flotar para siempre en el viento de la muralla.
Recorrimos la
pared fortificada con piedras milenarias, con el sol aún tibio de septiembre en
el cuerpo. Sobrevolamos la ciudad centrada en esa colina con esa catedral
todopoderosa, en la que parece que se asienta la férrea voluntad de olvidar un
pasado deleznable, bastardo, marrano. Pero ese pasado judío que es lo que en
realidad está detenido y no se va nunca.
Cuando pasamos
por la Torre Gironella, Jason siente el grito oscuro de la Tolrana, encerrada
en una noche de1394 ,ahogada en fuego de sus creencias satánicas.
Entrar en el
barrio y en el museo judío, la sinagoga con el baño ritual, nos da la sensación de regreso a un universo tan
presente como Sefarad. La tierra de nuestros ancestros. La tierra en la que nos
refugiamos, en la que estamos inmersos con nuestras llaves de Toledo en los
resquicios donde también abandonamos los tefilim y los tallit. La tierra que hemos
dejado y la que no regresaremos.
Tumbas
profanadas, inscripciones en hebreo que describen la memoria de nuestros
muertos con las mismas palabras que usamos ahora, 700 años. ¿Qué son 700 en el
calendario? Nada. Los muertos… entre los
que contamos a tío Coqui, a mi hermano Nahum y a todos los que nos preceden,
están tan presentes como nuestras voces en los ecos el patio del templo. No
somos más que el eslabón frágil que proyecta la continuidad.
Recorremos esas piedras con Jason y en medio de una comida frugal con Mateo, Marco y Zoe nos damos cuenta que ellos están en medio de nuestras conversaciones. Coqui y Nahum viven, están en el corazón de nuestro diálogo. Marco, Mateo y Zoe, nuestros hijos, los aprenden como hemos aprendido ese hebreo del cual no entendemos el significado pero sí el simbolismo.
Somos polvo en
medio de las piedra, en la ciudad de
corazones en el viento. Jason ha venido de lejos, para recordarnos la
existencia de la vida y de la muerte. Somos ya tan pocos. Nuestros rituales se
han reducido a fugaces encuentros, casi a escondidas, en medio de aeropuertos y
trenes que siempre parten, siempre se alejan con nuestras valijas de abrazos y
vinos a medio probar a cuestas.
Aquel tiempo de viajes en coches de cuatro plazas y barandas en las puertas en las que se pueden parar los chicos es parte del relato mítico. Esos viajes eternos entre Córdoba y La Cumbre, donde espera el verano de la familia unida. Las aventuras que siempre se contarán, Coqui con su caballo, Raúl olvidando encender la luz en un baño oscuro y encendiéndola cuando sale, Juanci ese chico delgado y tímido.
Aquel tiempo en
el que Coqui aún no había partido a hacer la América es previo a cualquier
relato. Aún no habían transcurrido las siete esposas de León Halac. Ese tiempo
efímero, perdido definitivamente, en la mezcla, en la huida, en la negación de
una generación perdida, la nuestra, solo existe en la imaginación.
Como Enrique VIII, Coqui se divorció tantas veces que es imposible saber si alguna vez fue amado u odiado en su divagar afectivo, en su adicción al juego, en su saber hacer dinero y dilapidarlo en medio de los resabios de un sueño americano del que fue siempre cultor y artífice. Con chinos como clientes, con la marihuana legalizada, como gastroenterólogo de renombre en el millonario condado de Orange Country. Coqui, siempre con su casa abierta, con su recibimiento generoso, trayendo o llevando una caja de bombones para todos a todos lados. “Con esta chica sí se va a quedar”, dijo Abuela Juana cuando llegó a su vida en Anaheim la única chica judía con la que compartió unos años Y tuvo razón. Gracias a ella, ahora tenemos a Jason en la muralla, contemplando Girona, trayendo el alma de nuestro amado tío, acompañada por el alma de Nahum. Coqui y Nahum compartían pasión por los cuadros, Coqui se llevó varios de los que pintó Nahum a California, Jason preserva un par. Y compartían sobre todo la pasión por los asados en lo de Mirta, en Córdoba, asados hechos a la brasa y siempre compartidos en una reunión familiar interminable, que se prolonga bocado a bocado, vino a vino en este nuevo encuentro con Jason en Girona.
El escape ha sido tan grande, la huida y la desintegración tan extensa, que ya casi no somos nada. Pero al final, al final del camino aquí estamos. Otra vez reunidos en torno a una frágil mesa. Mi hijo Marco hace pizas amasadas con esmero. Abrimos otro vino con variedades revividas desde la muerte de la filoxera, nos abrazamos y como siempre en cualquier encuentro familiar: brindamos. Lejaim.
Y entonces sí, vuelven a nosotros, desde mil viajes, desde mil recuerdos de infancia, los fuegos artificiales, los coches con sus motores calientes, el viaje a La Cumbre, la Oma en Río Ceballos. Nuestros propios recuerdos y nuestra infancia se mezclan en un cálido abrazo. Aquí en esta Girona medieval arrasada por mil incendios y mil pestes. De la que fuimos expulsados y a la que aún no hemos regresado ni creo que regresemos jamás.
En esta
conexión, Nahum y Coqui vienen a nuestra mesa, como dos ángeles entregados al
exilio más profundo que se puede convertir en energía vital: la muerte.
Jason parte una madrugada lluviosa a una estación de tren, en un aeropuerto transatlántico. Su vuelo en el tiempo es un homenaje a todos aquellos que somos y dejamos de ser. Una infinita tristeza cruza el Océano y volvemos a ser nosotros en la voluntad de este hermoso muchacho que llegó a nuestra casa con una valija roja. No solo traía una piedra pintada de amarillo con un nombre inscripto, que dejó sobre la muralla. No solo dejó tres cajas de bombones, como lo hubiera hecho Coqui, la abuela Juana, Jaunci, Viejo, la Abuela Juana e incluso la Oma. Todos ellos comparten en esta madrugada de Girona el mismo ala del cielo, la de los que homenajean a los que quedan en la tierra con algo exquisito y único.
Jason traía en
su piedra y en sus bombones, en su presencia serena y cariñosa, el amor de Nahum, mi hermano, y el de Coqui,
mi tío.
Mientras dure
nuestra frágil estancia en este mundo, perdurará nuestra esencia en la memoria
de nuestros hijos e hijas. Lejaim.
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