Berlin Alexanderplatz




El tren S9 se acerca a Berlin Alexanderplatz. No reconozco nada. El hombre con sombrero, la mujer cruzando la calle con el vestido desplegado. Madame Bovary en la otra esquina. Un tranvía que gira zumbando por la esquina de Hakescher Markt.

Aún Berlín no ha sido destruido casa por casa. No ha habido asesinatos de las S.A. No se han organizado comisiones obreras para tomar la ciudad. El Kaiser aún gobierna. La ciudad es un caos de mordacidad y decadencia. Bertolt Brecht está contando sus Operas en el Berliner Ensemble. Ha leído a Confucio y a Stalin. Su biblioteca aún no luce impecable en la casa que comparte con su esposa Helen Wiegel, a la derecha y abajo volúmenes de Lenin, Marx, Stalin, Trotsky, a la izquierda una colección de clásicos. Los volúmenes de policiales negros cosecha  de su exilio en Santa Mónica aún no están en la punta de su biblioteca de trabajo en la Chausseestrasse 125, en Berlin-Mitte. El humo de su pipa y de cigarrillo de sus estudiantes no inunda el estudio amplio y luminoso con vista al Dorotheenstaedlicher Friedhof. En ese mismo cementerio, donde también reposa Georg Wilhelm Friedrich Hegel , aún la piedra simple y gris en la Brecht que reposará unos anios más tarde aún no está. No ha muerto en su lecho sin alcanzar leer los diarios de ese día. No se ha sentido acosado por la Stasi y por su propia incapacidad para conciliar el muro con la vida misma y la literatura. Aún no se ha erigido el muro con sus mil alambres de púa por centímetro cuadrado, con su cemento milimetrado de muerte. 

Aún no se ha erigido el bulevar estalinista de doble mano, bordeado de extensos apartamentos dedicados al proletariado. No se ha fundado la librería Karl Marx en medio ese bulevar. Al final de la avenida, sobre un edificio blanco, no se ha pintado ese cuadro soviético que representa con colores vivos como se unen los trabajadores y la  industria al servicio de la revolución.

Berlin Alexanderplatz agoniza y revive al mismo tiempo. Las familias judías se han paseado por los parques como si nada, patinando en el hielo y asistiendo a fiestas de la sociedad burguesa berlinesa.” Los judíos también son personas”, ha sentenciado el único e inmortal Johan W Goethe. En su definición se intuye el horror de una humanidad mutilada. Se avecina la agonía de la razón, de la vida y de la literatura misma.Veo a Franz Bibenkopf recién salido de prisión.  Intenta inútilmente conseguir un trabajo. Me acerco a la estación,  en la que no desciendo y me doy cuenta que esto desembocará en un desastre.

En Berlin todo ha sido destruido, reconstruido, olvidado , masticado, integrado y desintegrado al mismo tiempo. En Berlin Alexanderplatz  hay tiendas y megastores. En una esquina que podría estar en Hamburgo, Londres, San Pablo o Madrid se eleva una construcción  semi vidriada con carteles que anuncian la última panacea teconológica, el último gadget.

La voz grave de los altoparlantes reza: Berlin Alexanderplatz.  La chica que ha entrado con su bicicleta al tren está preparada para salir maniana a las 5.40 en un vuelo low cost rumbo a Barcelona, Berna o cualquiera de los destinos europeos sin fronteras.








Bordeo el río Spree, en las inmediaciones de Kreutzberg. me encuentro con mi tío bisabuelo, Alfred Döblin. El muy canalla luce una elegante bata blanca.Trabaja en el hospital regional como médico en jefe. Ha seducido a una enfermera tan bella que el revuelo ha llegado a las más altas esferas. Lo han despedido en el acto, al médico judío. En ese momento Doeblin descubre que en realidad lo que quiere de su vida es otra cosa. Desea seducir con la palabra y pasearse en tranvía por Alexanderplatz observando la agonía de los miles de desocupados que vagan por ahí. Quiere encontrarse  a  los mutilados de la Gran Guerra, a hombres con sombrero de copa, a los judíos que se confunden en la multitud. Su afición a la belleza lo lleva a atender, unos anos más tarde mujeres de la calle con gonorrea en Paris. Doeblin, halagado por Gunther Grass, inmortalizado en la producción de seis horas de Reiner María Fassbinder,  Berlin Alexanderplatz, se convierte en un referente de un movimiento expresionista. Llega a ser el Presidente de la Asociación Alemana de Escritores.

 Roberto Arlt ni siquiera lo conoce. Pero escribe lo mismo en Argentina:  la Coja, el Jorobadito, los Siete Locos son Franz Bibenkopf, el guardia de la prisión, los judíos alucinados  en los rincones de un Berlin agónico donde se incuba el Holocausto.

En Postdamer Platz, debajo del  vidrio templado  y la cúpula abierta al cielo de Berlin queda un pedazo de muro con grafiti.

 El Hauptbahnhof, el nuevo Reichstag y la Europa sin fronteras son otra cara del desastre y de la reconstrucción. En Berlin se integra la capacidad de la naturaleza y de la humanidad para dejarlo todo de lado, para generar suenios que no se acaban, o que terminan en pesadillas.

“¿Cuál es el problema de esta gente?”, me pregunto mientras miro las huellas negras, las heridas de bala frente a la Universidad Humboldt. Estoy en Oranienburger Strasse frente a la antigua sinagoga, incendiada en la Kristallnacht el 10 de noviembre de 1938 por las hordas nazis. Esa noche ardieron sinagogas en toda Alemania. Aun quedan las marcas de humo en algunas paredes. Me aventuro a entrar y me doy cuenta que la reconstrucción no es tal. Algo destruido de esa manera jamás vuelve a ser lo que era. Ese fisonomía oriental, inclinada al Este me recuerda que estamos cerca de Praga, Polonia, Rusia. 

Miro los edificios  derruidos en esa misma calle, los que ningún dinero ha podido salvar. Veo los terrenos llevados a cero por terremotos urbanos de especulación y codicia. “Este solar vale treinta millones de euros” me dice mi amigo frente a Ost Kreutz. Miro la torre elevada con forma de gorra del Kaiser,” la torre del agua” me explica mi amigo berlinés. Debajo de la torre, sobre unas tierras que pronto serán viviendas de clase media y un centro comercial los restos de una rave party se han transformado en un montón de basura que nadie recogerá jamás. Un barco del viejo transporte de mercaderías por el Spree pronto seguirá ese mismo destino:, irá a parar a un astillero de basura. “Se quedaron sin presupuesto”, me explica mi amigo, “el ayuntamiento está quebrado”. El proyecto parecía bueno, armar un centro juvenil con actividades para jóvenes que han perdido el sentido de la existencia en un barco pintado por grafiti. Hay dinero infinito para los que especulan con la tierra y el ladrillo, pero no hay nada para jóvenes perdidos en las drogas duras. Los grafitis están por todos lados en Kreutzberg. Ya ni me doy cuenta lo que estaba a un lado o a otro del muro. El agua podrida del Spree contrasta con la sensualidad de ese verde que cae sobre el paseo que sale de allí.

Me paseo por Neukölln.  Hay dos ninias caminando por la vereda, cruzando la avenida. Me doy cuenta, estoy en Berlin, esas son mi abuela y mi tía Lotte, avanzando rumbo al desastre y la reconstrucción, mucho antes de 1939. 

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