La Frontera

Anoche viniste a verme otra vez Oma. Estabas tranquila, como te recuerdo que estabas a veces en casa, en Parque Vélez Sarsfield. Te acercaste, me hablaste de mis hijos. “Los veo bien, están creciendo sanos. Este es un buen lugar para ellos.” La idea de que estabas aquí era familiar. Había intensidad en tu mirada, en tu manera de entender la situación. Estabas en un espacio circular y etéreo, a veces te acercabas a mi madre y a veces te acercabas a mí. Tu regreso no fue inesperado, ni desesperado. 





Cuando amaneció te desvaneciste y ahora estoy en este tren, camino a Portbou. Observo el pequeño cementerio en las inmediaciones de Celrà. Ahí reposa gente como vos. Gente que ya no está. Transcurre esta tierra asolada por mil viajeros y mil pestes. Por mil guerras y mil paces. Esta tierra de amapolas en la primavera nueva. El tren se acerca a Portbou desde el Sur. 



Yo, el argentino, el alemán, me acerco a la idea del cruce de la frontera. La frontera imaginaria, invisible. La frontera que nos atrapa y nos sumerge en un espacio sin tiempo. Los guardias de seguridad conversan con el vigilante. Hablan sobre sus rutinas, sobre otros compañeros, sobre algún pasajero descarriado al que hubo que ponerle unas esposas. Para ellos este es el pan de cada día. Para mí no. Para mí es como si subiera por primera vez a este tren. Como si el paisaje me hablara y me retara a reflexionar. 





El contraste es brutal. Esos fugitivos cruzando la frontera. Medio millón de personas atrapadas entre la muerte y la nada. Como hoy. Medio millón de personas desplazadas a Turquía desde el barro de Macedonia. Ahora que terminan las lluvias interminables en las que los cuerpos padecieron el infierno, ahora que las amapolas están en su cénit, los refugiados son deportados a Turquía de manera caótica. Es igual que entonces, ahora. Lo brutal no es eso. Sino el contraste. La gente habla de manera común, como si eso o aquello o la historia de este territorio no existiese. La mujer en el almacén no tiene cambio y lo comenta con una vecina. “Todo el mundo trae billetes grandes hoy, no sé que está pasando”. 


El hombre del chiringuito me ha visto llegar con mi cámara de fotos. He retratado las fotos descascaradas de Walter Benjamin, antes de que la Tramuntana y alguna nueva política de preservación de la memoria se lleve esos tótems en los que se recuerda lo que pasó. El viejo edificio de la Guardia Civil, donde Benjamin se enteró que sería deportado a Francia, que no tenía permiso para entrar en España, ha sido completamente demolido. Yo mismo me encuentro en una situación brutal. Vengo a cobrar una deuda pendiente. Una deuda ínfima a lado de la que habrá que saldar con el olvido de la historia. No el olvido de gente como yo, llamados a recordar desde algún remoto resquicio de conciencia. Sino la banalidad del olvido que se devora el significado de este paisaje tenebroso y abierto al mismo tiempo. 

Así es Oma. He llegado a Portbou , pronto llegaré a Berlin, de donde saliste vos y Walter Benjamin. Estoy buscando algo que se extravió. En Parque Vélez Sarsfield todavía sentía que me perdía algo inminente. Algo que se olvidaría apenas te fueras. Ahora ya no siento esa urgencia por contarlo todo. Entre estos muros decadentes y estas calles con escaleras que conducen a la estación reside la perpetuidad. Y todo se detiene en estas vías con amapolas para que yo pueda recordar






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