Eindhoven 2039


Llego a Eindhoven de noche, pero apenas son las seis de la tarde. La temperatura del planeta ha seguido subiendo, nadie lo quiere decir, pero aquí ya no hace frío. No tengo vehículo, tampoco un mapa o gafas de realidad aumentada. Sigo las instrucciones de la señora del puesto de venta de boletos de la estación. Dos semáforos y ese es Reichenbosh, el bulevar donde está la pensión en la que he hecho la reserva.

Los bulevares y las ciclovías se han convertido en desiertos poco habitados desde la última crisis del petróleo. La calefacción a gas y el automóvil dejarán de existir pronto. Los muros de Europa son tan altos que aquí solo queda gente blanca, holandeses de pura cepa. Se han instaurado de nuevo los controles fronterizos, no hay forma de atravesar la barrera desde África. Hace veinte años que gobierna el Partido Nazi en Polonia, Eslovaquia, Francia, Inglaterra, Estados Unidos y aquí, en Holanda. Se han disuelto todos los organismos comunitarios de la Unión Europea. No hay más dinero para educación, salud, movilidad, cultura, discapacidad, refugiados, niños o ancianos. Los débiles y los excluidos  mueren  y son incinerados sin que se los identifique.

Los dueños del banco del tiempo y los ciudadanos comunitarios de primera disfrutan de servicios ilimitados. Pueden  comprar combustible, elementos esenciales y suntuosos. Pueden desplazarse entre países sin pasaporte y disponen de l privilegios diplomáticos para ir y volver durante el tiempo que quieran a cualquier sitio. De ellos son estos bulevares y las ciclo vías. Por eso hay tan poco tráfico. Eso resulta ventajoso y cómodo para ellos. Pero no para nosotros, los miembros de la Resistencia.  En espacios tan abiertos nos vemos más expuestos a sus cámaras de seguridad y a sus constantes redadas.
Me desplazo por los bulevares en silencio, pero no logro distinguir Reichenbosh en el segundo semáforo. Lo malo es que no hay nadie a quien preguntarle. Un ciclista con el casco de realidad aumentada pasa zumbando a mi lado, ni me ve porque solo faltan dos milímetros para que me convierta en una lagartija aplastada. Cruzar el bulevar es impensable, no por el tráfico, sino porque no está pensado para peatones, solo para coches que de momento no aparecen. No me animo a trepar el puente, atravesar una valla verde, saltar y lanzarme sobre el asfalto. Decido tomar un callejón lateral y dirigirme al centro de la ciudad. Solo encuentro un Mc Donald´s abierto. Allí pregunto por Reichenbosh, pero no tienen ni idea donde está.
Me lanzo en la oscuridad en dirección azarosa y encuentro otro restaurant abierto. Todos,  incluso las camareras y el barman, tienen puestos sus anteojos de realidad virtual y aumentada, imposible preguntar.

 Estoy en Reichenbosh, después de perderme un rato largo. Hay un bar abierto en medio de la calle. Es de vidrio y tiene un cartel rojo reza Open, como en las películas del Oeste. Llego a la pensión agotado. Los que me reciben son sub humanos. Drogados y perdidos en la miseria. Resistentes, igual que yo, pero casi extinguidos. Se ve que en Eindhoven la policía actúa fuerte: les proveen la droga y los dejan morir. Es la pensión que me ha tocado. Ni limpia ni bien ubicada. Intento encender la luz o la pantalla, nada funciona y todo huele a usado y a incinerado.

Dejo mis cosas y salgo en busca del bar. “ Estoy viajando para hacer un experimento” le digo al  que atiende el mostrador.  “Quiero ver si los resistentes me alojan y me dan de comer durante 100 días. “ Soy de Irak” me dice el que me atiende mientras me prepara un sándwich de pollo con hierbas italianas. “Ser de Irak es diferente a ser de Marruecos o Libia, como estos dos” me explica “ pero aquí todos son blancos y nadie se da cuenta de la diferencia. “Me doy cuenta que no estoy en el lugar adecuado. No son resistentes. Son prisioneros.
La redada me encuentra disfrutando el sándwich de pollo y hierbas. La idea era huir mañana rumbo a España, usando un vuelo del aeropuerto Low Cost.El control fronterizo iba a ser un problema. Hace años que el tratado Schengen ha sido abolido. Ahora no importa. No me sorprende que están rompiendo las sillas del bar, reventando a hachazos el mostrador con el pollo y las hierbas.
Me toman entre dos policías con casco virtual y me lleven debajo de las alcantarillas, donde terminan los resistentes no identificados. Mañana me van a incinerar junto a la ciclovía con estos cuatro prisioneros, los que atendían el bar. Los policías Gestapo llevan sus gafas de realidad aumentada. Yo no.
Ni siquiera se me da el privilegio de desconocer lo que pasa o enterarme a donde me llevan con el mapa interactivo del casco. Creo que voy a ser suprimido con absoluta conciencia.

Me  podría haber evitado la conciencia si hubiera ido a buscar las gafas a Utrecht. Me las dejé en la última pensión antes de llegar a esta ciudad en la que se termina mi experimento. 

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