Reniego del caos
El mundo se cae
a pedazos, como el final de una tragedia griega. Los turistas llevan trajes de
baño ajustados y se besan en público. Merecen la muerte según los yihadistas.
Los matan cuando bajan de los cruceros. Las hordas de japoneses con viseras
anaranjadas que les tapan los ojos se fotografían frente a Casa Batlló o en el
puerto junto a un xiringuito convertido en bistró. Un aparato está moviendo el
agua calma del Mediterráneo para hacer espuma mientras intento reposar mis
neuronas del calor haciendo la plancha. No le deseo el mal a nadie, pero el
mundo parece no entender mi anhelo de paz. Se caen a pedazos las
creencias que sostienen el sistema y la moneda única. Los aborígenes del Sur de
Europa no se someten fácilmente a los deseos de los soberanos disfrazados de
cifras. Las instituciones financieras son indispensables para la supervivencia
de la especie humana. Sin ellas no habrá liquidez: necesaria para pagar salarios,
comprar alimentos procesados, para el traslado de la casa al trabajo y del
trabajo al infierno.
El moderado invierno,
aplacado por el cambio climático, ha terminado. Las hordas se han
desplazado de la ciudad rumbo al mar. Unos pocos audaces son asesinados por
yihadistas. El resto de la humanidad se pasea con el torso desnudo por mi
pueblo y por otros paraísos. Van a los restaurantes y consumen bronceador a
precios de oferta. Visitan mi calle como si fuera un punto de interés más en un
itinerario ineludible.
No voy a dejar que
el desorden exterior, el caos turístico, el desmembramiento del sistema
financiero y la caída de los rebeldes se apoderen de mi alma.
Formulo la primera
estrategia. Descubro de un vistazo que el problema es interior: una irritación
que tengo que convertir en “algo que fluye”, como dicen los sabios new age. Mi
energía debe orientarse hacia una nueva dimensión productiva desde el punto de
vista emocional. O algo así.
Observo el caos que
me desafía. Empiezo por la habitación: en el suelo están los amores despojados,
despechados, rechazados. Los que pudieron ser y no fueron. Los intentos
fallidos. Como si fueran medias sin par, se vislumbran deseos refrenados aún
antes de formularse. Los estantes son un desastre. En unas cajas que se
amontonan hay enfados, humillaciones, cancelaciones, cambios de planes,
prejuicios, inferencias no contrastadas. La racionalidad cabía en una de
esas cajas transparentes en las que se ve todo desde afuera, a la que se le pone una tapa para que no se
dañe. Pero se ha perdido. No aparece por ningún lado, ni debajo de la cama, ni
al lado del sofá, ni entre las ilusiones rotas. Sobre la mesa, que se
supone un sostén, se apilan viajes a ninguna parte, proyectos dejados a medias,
simples fracasos, derrotas estrepitosas. Sobre la cama yacen poluciones
nocturnas fruto de la masturbación desenfrenada. Entre las sábanas hay miles de
imágenes porno que no sirven ni para el amor ni para el deseo, urgencias que se
agolpan en el infierno. En el baño están los desechos orgánicos: cosas que
nunca se dijeron. Enojos. Violencia. Cobardía. Venganza. Ahí fueron a parar esas cosas
que no se pueden confesar. Sobre la tapa del inodoro y al lado de la ducha, se
instalaron las traiciones. Las traiciones a mí mismo taponan el resumidero y se
han fundido como una masa amorfa.
El panorama es desalentador.
La cocina, espacio donde uno intenta elaborar recetas y hacerlas comestibles, es
un mar de sensaciones desmembradas y expectativas irrealizables. Desde las
alacenas se asoman las alegrías que fueron, los paraísos soñados, los residuos
de ilusión perdida.
Acometo el orden como
un imperativo interior, espiritual.Más allá de los destellos exteriores, soy yo
el que tiene la fuerza. Los freaks de Guerra de las Galaxias repiten este
axioma a quien quiera entenderlo. También es la conclusión de la mayoría de
manuales de autoayuda cuyos párrafos se reproducen en mi muro de Facebook como
una procesión. “ Eres responsable de tu destino”.
El primer paso es
tirar la mayoría de las cosas. Identifico lo que no me sirve y va a parar a la
basura. Entre las ollas cubiertas de tristeza, bajo el lavadero, hay unas
bolsas de consorcio negras. Meto ahí lo que ha perdido sentido.
Con un trapo que he
metido en remojo para que se purifique de relaciones tóxicas, limpio la pantalla:
Está tan cubierta de sinsentido que ni se ve. Visito mi Facebook y lo limpio de
contactos indeseados o no solicitados. Borro aquellas imágenes que me pueden
comprometer.No voy a volver a encontrar novias perdidas, ni me voy a meter en
ningún sitio de citas para probar suerte. Desaparece material desechable que he
guardado durante años: textos que son meros recursos de seducción, fotos en las
que aparezco guapo. Abandono trucos sencillos de palabra y acción, que enamoran
a las jóvenes de cuarenta para abajo. No voy a buscar más trabajo: borro todo
lo que tenga que ver con la acumulación de experiencia laboral, cuestiones
útiles a la economía. Prescindo de las habilidades que pueden servir a la
población o al sistema. No me hacen falta las expectativas de progreso material.
Me he deshecho de
muchísimas cosas. Pero aún nado en el caos. Las emociones más negativas ya
están en cajas que he dejado en espacios inaccesibles. Los amores perdidos se
quedaron en la bolsa negra. Acometo ideas sueltas relegadas al olvido, planes
inútiles y derrotas predecibles. Cada vez es menos fácil distinguir lo que se
queda en mi vida.
Al cabo de varias
horas empieza a despuntar un cierto orden luminoso. En la habitación y en el
baño empieza a notarse la descongestión. En la cocina tarda en producirse
el milagro. Hay demasiada amargura acumulada en los cajones, demasiado dolor calcinado
en el horno y congelado en la nevera. Me refugio en el salón a leer mientras
espero que me vuelva la energía. Sigo con los manuales de autoayuda y la
tragedia griega, a ver si me inspiro.
A
la tarde me empiezo a sentir limpio. Salgo a caminar un rato
al lado del mar. Eludo a los turistas como si fueran la peste. Esquivo los mini
shorts y los torsos desnudos de unas danesas. Regreso cuando ya es de noche. Atrapo
una cerveza, elemento indispensable.
Entonces vislumbro una señal que logró
eludir mi sano impulso ordenador: una especie de rata venenosa me mira
con ojos inyectados en veneno. No le hago caso. Sigo
con mi limpieza hasta que quedo agotado. Voy a dormir tranquilo. Las emociones
antiguas y los desastres financieros y familiares han quedado sepultados con
método. Estoy solo como un perro, pero limpio. Al amanecer siento un impulso de
paz desconocido. Hacía años no sentía tan claras las campanas de las siete de
la mañana. Jamás había sentido tanto orden en mi vida. Me creo en condiciones
de predicar con el ejemplo. Si esto sigue así podré conseguir novia. Puedo
invitarla a mi casa. Quiero cambiar el mundo y acometer el caos exterior desde
la paz interior.
Con el primer impulso de la mañana me
dirijo a la cocina. Me sirvo un café purificado de fracasos, le coloco con
cuidado una leche que no presenta ni un atisbo de desprecio propio o ajeno.
Contemplo la ventana luminosa, lleno de respeto por mí mismo. Disfruto la
dignidad recuperada. Dejo que un sueño se me instale en el alma: que se
preserve este orden para siempre.
Me mira con los ojos
inyectados en odio. La rata está posada en la ventana. Es tan grande que tapa
la luz de la mañana. Ha anidado y crecido en el miedo, la frustración, la
adicción, la traición y el fracaso. Sé que antes de que termine el café me saltará al cuello y se beberá
mi sangre.
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