¿Qué esconde un Mundial de Futbol?



Todo cambia siempre, pero hay segundos que son decisivos. No se trata de un triunfo, de un milagroso gol en el minuto 91 cuando ya parece que todo está dirimido. No se trata del hombre que corre, que hace el gol. Tampoco se trata de las banderas que todo lo cubren y brindan esa oscura tranquilidad de estar en algún sitio, de venir de alguna parte, de ir hacia algún lado y de ir acompañado. No se trata de ir, ni siquiera de llegar. Hay más que eso. También está la belleza tétrica del fracaso. La amargura de la derrota injusta, la vuelta a casa sin atenuante. Eso también es hermoso. Es un espectáculo.
Nos sumergimos en la ilusión que por unos segundos nos aparta de la muerte. La muerte real, en manos de la trituradora sanguinaria de los bancos, de los sistemas de atención telefónica de las multinacionales, de los monopolios en la distribución de alimentos y fármacos, de los trabajos que no existen o que son mentiras para esclavizarnos, de la salud pública desmantelada, de los niños desnutridos, de las oligarquías que se perpetúan. La  ilusión del futbol nos hunde, nos resta tiempo para recomponernos, para seguir luchando, y erigiéndonos en dueños de nuestro destino. Esa es la idea. El fútbol nos distrae de la posibilidad del cambio real,  de la rebelión contra nuestro propio orden mental, contra un orden social que se perpetúa con inescrupulosos incapaces de sentir compasión. Con sistemas capaces de ejecutar sin miramientos la banalidad del mal.
En el fondo, se trata del trágico espectáculo de la vida. En ese show mediático que permite a todo el mundo vivir el mismo instante con la misma intensidad hay una tragedia, más que una comedia. Hasta el hombre que patea, que hace el gol, que ataja un penal,  es un espectador. En un voyeursismo infinito nos miramos el ombligo. Como simios que somos, gritamos y sufrimos cada segundo como si algo tuviera que definirse. Somos racistas, xenófobos, nos pintamos la cara con una bandera, no queremos al diferente, lo queremos derrotado. La tragedia es que en realidad no pasa nada. La tristeza es que solo nos hemos exhibido. Hemos intentado demostrar que somos parte de algo. Pero a nadie le importa si estamos o no estamos, si somos o no somos. Tampoco hay nadie del otro lado, porque si todos exhiben, el espectáculo se queda sin espectadores.
Más allá del minuto 91 y de la conquista de una clasificación o del regreso humillado o del fantasma de la impotencia, se erige una noción salvaje, universal y tan certera como la vida misma: estamos aquí para perder. En el fondo todos perdemos. Pero parece que eso no es todo. Si la ilusión no existe, entonces tampoco es tan cierta esa derrota. Si nada de lo que hacemos cuando vemos a veintidós almas perdidas atrás de una pelota es auténtico, si es todo un invento, una fantasía, tiene que haber más. Nos damos cuenta que en la vida y en el futbol hemos venido para algo más que la muerte certera que nos propone una cotidianeidad de atención telefónica impersonal, trabajos precarios y bancos voraces. Tal vez ese sea el gran descubrimiento de un mundial de fútbol: el juego mismo. Y el juego siempre da una nueva oportunidad. Por ende, el juego esconde una esperanza. 

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