Viaje al centro del mundo
FOTOGRAFÍAS DE CAROLINA CRISTAL
Acerco
mi rostro a la ventanilla del Airbus. Un nudo de relámpagos quiere devorar la
travesía. Vuelvo sobre el texto. Lo he impreso para repasarlo durante el vuelo:
“El Cara Cortada, el Rana Mujica, El Chueco, el Rata, el Pata de
Cabra y el Tarado López se suman. Cada vez somos más losatraídos por los
cadáveres y los bebés embalsamados. Mara a veces está, a veces no. La única chica de la expedición camina rezagada cuando viene con nosotros.Tiene
la cara atravesada por una cicatriz azul y una mano más pequeña que la otra”.

El
avión se sacude. No suelo explotar mi vena literaria para la seducción. Pero esa
mujer insistió: “Me gusta como describís situaciones reales con un toque fantasmagórico”.
Había leído a fondo mis textos. “Nos cruzamos en esos pasillos ventosos del Manuel
Belgrano que describís en tus cuentos”. La literatura metamorfosea hasta ese
punto cercano a la locura, el enamoramiento. No supe discernir entre realidad y
ficción. Mis fotografías y textos expuestos en la red me hacían sentir
vulnerable. ¿Con quiénestaba intercambiando mensajes? La gente tiende a alterar
su identidad en las redes sociales.
“Hay un concurso literario”, me dijo un día por
chat. “El tema es el Hospital de Clínicas, lo escribamos juntos”. Seguí su
juego, entre asustado y atraído. Corregimos
versiones. Enviamos el texto al
concurso. Lo perdimos.
No
me recupero de la impresión que me paralizó en el aeropuerto de Orly, hace unas
horas. Esperaba esta combinación a Buenos Aires. El encuentro con esa mujer fue
brutal. Una desilusión peor que haber perdido el concurso literario.Estuvimos cerca,
no cruzamos palabra. Nos miramos y desapareció por la puerta del lado. Tomó
otro vuelo. Reconocí la cara deformada, la cicatriz en la mano, el perfume con
olor a formol.
Venimos al Hospital de Clínicas cada
mediodía después de comer en la cantina del Manuel Belgrano. Conjuramos los
pasillos eternos con nuestro avance desgarbado. Las voces rebotan. Los techos
ni se ven. Las paredes parece que se caen. Mara nos sigue, siempre apartada.
En el patio ventoso no tengo con quien
hablar. Hay tres horas para matar entre turno mañana y tarde. La excursión parece
“Viaje al Centro de la Tierra” de Emilio Salgari. En nuestro grupo hay
adelantados, rezagados, hay quienes no pueden seguir. Están los que no saben si
ir o volver.


El consultorio de radiología acorta camino
hacia el Museo de Anatomía Patológica del Hospital de Clínicas. A esa hora nadie
es atravesado por rayos X. Los aparatos, obtusos, esperan pacientes. O crean
fantasmas.Los vemos por los pasillos a los pacientes. Vegetan, con batas
blancas, en sillas de ruedas o en bancos de madera maciza. Las enfermeras han
desaparecido de la faz de la tierra.
Es raro estar con estos
personajes, los vivos y los muertos. Cuerpos embalsamados, caras fosilizadas
con expresión bobina. El aire envuelto en formol amarillo, un olor cáustico que
asociamos a nuestro propio deseo. Me da más miedo la adicción del Pata de Cabra
que el museo mismo. Los cadáveres recién depositados en camillas para disección
de estudiantes de anatomía.
Cabezas flotando y ojos
semi-abiertos como pidiendo clemencia se han hecho familiares.
Hay un bebé que tiene un
pene en la cabeza. Pedazos de cuerpo en formol.
Extremidades amputadas que flotan en
alcohol. Fetos que giran sobre sí mismos en bolsas de amianto. Caras deformes,
con orificios, quizás de bala. Estómagos destripados. Intestinos sangrando. Un
universo sostenido con formol.
Niños embalsamados nos miran como si tuviéramos la culpa de algo
El Rana Mujica vomitó sobre la camilla
de un consultorio externo. El Tarado López robó un dedo de coloración verdosa. El
frasco se le cayó y reventó en la entrada del Clínicas. Al día siguiente
pasamos por la escalera fastuosa y el dedo estaba ahí, como si nada.
Transcurren unas dos horas en el Museo
de Anatomía Patológica. A la vuelta se me revuelve el arroz pardo, el bife en
descomposición o el flan podrido. Es el
menú de Flanagan, que regentea la cantina del Manuel Belgrano. Entramos con
retraso a literatura o francés. Por suerte a la tarde no ponen cuarto de falta.
El Pata de Cabra conoce cada rincón de
esas dos salas rectangulares. Cuenta la leyenda del bebé con el pene en la
cabeza. “Cuando nació este pendejo lo
mataron en el acto”, relata. “Es de
familia bien. Sus padres nunca admitieron la atrocidad, por eso lo liquidaron”.
El Pata nos hace callar frente al pasillo de la Morgue. “Oigan esa risa: aparece
y desaparece”. Es como si al Pata de Cabra todos los muertos le contaran su
historia. “Es una risa de mujer”.
Mi
rostro se ve desfigurado por la luz de los relámpagos que se reflejan en el ojo
de buey. Sobre el agujero, al fondo del Atlántico, se me aparece la cara
embalsamada de Mara. Esa cicatriz. La cabeza deformada por haber sido metida en
el frasco a la fuerza. La mano más pequeña.
.
Me detengo en el último renglón. ¿Recién ahora me doy cuenta? El seudónimo
que usó esa mujer es el mismo que emplea en Facebook. Las fotos son falsas, el
perfil es inventado. El viento grita contra la precaria
estructura del Airbus. Al pie del relato leo esa firma, junto a la mía: Mara
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