Alta en el cielo, un águila guerrera





Axel Casino está preso. Lo leo en Internet. Y eso explica lo que pasó aquella mañana de 1982.

El Teniente Coronel nos reunió en el patio de la bandera. Después, todos los cursos, de primero a octavo, desde los más pequeños de 11 de primer año hasta los últimos de octavo de 18 años fueron llevados al gimnasio. Y comenzó el interrogatorio. Era un día tan oscuro como cualquier otro. Desfilamos un rato hasta que cada curso encontró su posición, los celadores nos acomodaron en hileras parejas, de menor a mayor, tomando distancia. Después fueron pasando por las filas , la Regente y el Teniente Coronel Retiro Efectivo. Nos fueron interrogando de a uno y de a tres.

Solo ahora cobra sentido lo que sucedió esa mañana, lo que pasó con Axel Casino, el Chato. Éramos inseparables los cuatro. Los otros tres éramos el Tero, la Morsa y yo, el Pescado. A la luz de los años pudo entenderse que fuera un reprimido, que fuera el mejor de la clase y que jamás hablara de una mujer que le gustara, como hacíamos los otros tres. Pudo entenderse luego su opción. Ahora, a la luz de la noticia que leo en el periódico, una explicación nueva se abre paso.

Las primeras veces que lo cagábamos a palos entre los cuatro al Cerdo era divertido. Después se tornó rutina. Los años no parecían cambiar, pero todo cambiaba de un año a otro. Se sucedieron Videla, Viola y Galtieri, había que luchar contra los ingleses, había que vitorear a nuestro equipo de fútbol celeste y blanco hasta que las gargantas no dieran más. Ya éramos campeones del Mundial, pero después vino el Juvenil de Japón, después invadimos Malvinas, siempre había un motivo para ser más patriota que antes. Eran años fríos en que se cantaba la Aurora mientras se izaba la bandera. Ya no quedaba nada de aquel rumor que se había llevado la vida de unos cuantos, decían que sesenta. Sesenta desaparecidos. No se sabía que había pasado con los desaparecidos, no se sabía que había desaparecidos. Los desaparecidos eran invisibles. Invisibles como nosotros, que tomábamos dos colectivos a la madrugada y llegábamos siempre tarde, cuarto de falta. Cuando entrábamos ya habían cantado la Aurora y el viento cortaba la respiración. Salían burbujas de humo de las bocas, se agarrotaban las manos, se deslizaba uno por la rampa con los mocasines gastados y los dedos de los pies congelados mientras no se viera a la Regente de Estudios increpando “sin patinar, señor, la corbata señor”. Entonces empezaba la mañana y uno estaba definitivamente en el Belgrano.
El Cerdo llevaba una campera con la banderita inglesa en plena Guerra de Malvinas, por eso había que cagarlo a palos. Pero cualquier excusa era buena, porque el Cerdo era un tipo culto, instruido, de familia rara. Comunistas, decían después, ya en el 83, cuando cada cosa empezó a llamarse por su nombre. Había que cagarlo a palos seguido al Cerdo. Literalmente a palos, porque no se lo dejaba sin un moretón, había que pegarle fuerte, que le doliera, con algo contundente. La Aurora, la canción de la madrugada, se llamaba como Aurora, la nena de 4ª que me gustaba. Fue la primera que me gustó, pero más adelante me gustaron todas. Creo que fue la desesperación y una actividad hormonal exacerbada por la ausencia de toda realidad de contacto, la que me llevó a desear desenfrenadamente al sexo opuesto. Lo mío era indiscriminado. Sumergidos en fantasías lacerantes, a veces compartidas, no había chances de efectuar el lance, la charla, ni hablar del beso o del soñado contacto erótico. Simplemente no estaba en los cánones de la realidad lograr hazañas así. Por eso pegarle al Cerdo y a otros como él, al Enano, al Forro, al Tero, era una especie de alivio mezquino. También nos desquitábamos al fútbol, cuando montábamos los equipos y dejábamos afuera a unos cuantos chotos. Éramos seres superiores, traídos del olimpo de los vencedores, si bien en las olimpíadas internas siempre nos ganaban los de 4ª y quedábamos últimos. Ahora que lo pienso, las de 4a eran las más bellas. Aurora era de 4a, también Miriam, Fernanda, Karina, Alejandra. Nombres bellos, que ojos, que misterio atroz se escondía bajo esos guardapolvos blancos. ¿Qué podríamos haber perdido si un día las encarábamos, si las invitábamos a algo? Si a través de un simple saludo o un gesto de aproximación las hubiéramos convertido en seres reales tal vez les robábamos para siempre ese aura de muñecas divinas.
En el Belgrano el frío se colaba tan hondo que solo en el aula de Taller, al fondo del sótano debajo de la Cooperadora, se respiraba aire cálido. Cualquier otro aula era helada como los patios. La intervención militar no había pensado ni en los calefactores, ni en reponer los numerosos vidrios rotos. No se había considerado que para aprender había que sentir calor en el cuerpo. Ni siquiera en la cantina se dejaba de sentir el hielo. “Dedos largos” como apodaban al viejo de la caja, un viejo que se metía cada tanto el dedo en la nariz y con el mismo dedo tecleaba los duros números de la registradora para cobrar el menú tampoco había pensado en el calor de sus comensales. Los patios eran especialmente atroces, porque a algún arquitecto creativo se le había ocurrido que los grandes espacios abiertos con orientación Este eran excelentes para que circulara el aire. Había columnas gigantes, techos de más de 200 metros de alto. El monumento era un homenaje a una obra similar que habían hecho en un lugar muy cálido de la India, Calcuta tal vez. Pero en Córdoba capital lo que se producía era un efecto ártico, con un viento helado que atravesaba a unos 100 km por hora cualquier abrigo, haciendo descender la temperatura del cuerpo a niveles polares. El frío de la mirada de López, el mejor amigo del Teniente Coronel, tipo robusto y parco, no impedía que el taller se considerara como un refugio. López no decía nada salvo que uno estaba bochado y aún así el aula de Taller era el lugar más cálido de la escuela. Aunque solo fuera un sótano que más bien parecía una mazmorra. Por alguna razón le tenía miedo a ese tipo, a López, que estaba a cargo de una materia tan estúpida como un taller de manualidades creativas. No temía a otros como a Facundo Almada de contabilidad, que no dejaba que nadie promoviera, salvo una contada elite. Tampoco me atemorizaba la Rata Churita que era el terror de matemáticas. Ni a la vieja Zárate que hubiera hecho odiar la física al mismísimo Einstein. No le tenía miedo a nadie, salvo al Sr López, el hombre que nos daba las clases “creativas” en el oscuro y tibio sótano.
El Teniente Coronel que dirigía la escuela nos lo hacía saber cada mañana en un breve discurso admonitorio: nos debíamos a nuestra patria y a nuestra bandera. En gimnasia nos hacían desfilar: izquierda, izquierda, izquierda derecha izquierda. Como si la única derecha fuera mejor que todas las izquierdas juntas. Aprendíamos a amar a nuestro país desde temprano. Desde las cinco y media de la madrugada para ser más preciso, hora en que había que levantarse y no desayunar porque se pasaba el 158 de las seis y cuarto, el verde, el que dejaba en el centro. Había que caminar quince minutos en la oscuridad del barrio periférico para llegar a la parada. Luego todavía había que tomar el 129, el azul y se llegaba al cole tarde, siempre tarde, cuarto de falta. En total era una hora y media de viaje, contando las extensas caminatas. Ni los colectivos eran puntuales ni uno era lo suficientemente rápido en la mañana azul. Hacía tanto frío a esa hora que uno hubiera llorado porque un vehículo cualquiera se parase y le diese a uno una bocanada de calor y lo llevara a destino. Uno hubiera soñado con no tener que apretujarse una hora en un colectivo abarrotado de sonámbulos. Cuando alguna vez lograba que me llevase mi padre, aunque más no fuera a la parada, que por alguna oscura razón del destino el viejo se hubiese levantado conmigo, la cosa sonaba a milagro. Un milagro hubiera sido también que Aurora me distinguiese del resto de los imbéciles con corbata azul que poblaban los helados patios del cole, que aunque sea me hubiera dedicado una mirada.
Los años pasaron casi sin que nos diéramos cuenta. Fueron tantos años y estábamos tanto tiempo juntos los cuatro que nos terminamos queriendo con la Morsa, el Tero y el Chato. “Pescado, este fín de semana en el Santo Tomás”, era la contraseña para pasar un viernes al sol, de chupina. “Sos un bramón Pescado” eran frases que solo nosotros entendíamos, teníamos nuestro propio idioma, nuestras consignas y nuestros enemigos a los que abatir. Hacíamos cosas al final de la semana, fuera del cole. Nos reuníamos, hablábamos noches enteras. Algunos hasta lograron arrimarse al sexo opuesto, después de tanto hablar. Al final de la dictadura, cuando aflojó un poco la represión y se respiró un aire de más convivencia hasta algo de política hablábamos. Íbamos a las “americanas” con la botella de Coca Cola bajo el brazo, las chicas llevaban las papas fritas y pantalones baggy y carpinteros. Escuchábamos Flash Dance e imitábamos a John Travolta. El estilo Fiebre de Sábado a la Noche nos incitaba a sacar a bailar chicas remilgadas, tontas, histéricas, que no pasaban de ser un sueño más que nos dejaba vacíos como cuando hablábamos de ellas.
Solo ahora, que he leído extensamente el artículo que menciona a Axel, entiendo lo que pasó aquella mañana de 1982. Nos separaron en grupos de tres y nos interrogaron en los gabinetes psicopedagógicos. Allí era donde se controlaba la calidad de la enseñanza impartida y la salud psíquica de los alumnos. Eran unas cajas sin techo separados con dos puertas como caballerizas. Mientras uno era interrogado los otros dos primero esperaban afuera, luego se iban alternando las respuestas y los careos. Los cuestionarios se prolongaron todo el día y se extrajo la conclusión de que a Patricio Herrera no lo había matado nadie. La versión oficial dictaminó que había sido él mismo el que había subido al techo de hormigón y se había tirado a la calle Rioja desde 200 metros de altura causándose una muerte instantánea.
Axel Casino, el chato, nos confesó el año pasado a sus tres camaradas, por separado, que es homosexual. A mí me citó en un bar de Madrid, donde vivo con mi mujer y mis cinco hijos. Frente al teatro García Lorca se confesó:
-Siempre me gustaron los hombres Pescado- me dijo- Estoy en pareja, soy feliz. – Le noté un destello extraño, casi devoto en la mirada cuando me habló de su amor.
Todos reaccionamos bien, lo aceptamos.

Solo ahora entiendo que Patricio Herrera, el macho, el campeón de Rugby, había sido su amor de adolescencia. Entiendo que aquella historia había sido alimentada en los pasillos y en los baños. Que había sedimentado en los vestuarios, que había sido exagerada por la fantasía. Esa historia olvidada y confusa había sido la más trágica de nuestra secundaria. Tanto Axel como Patricio habían ocultado lo suyo a las psicopedagogas, compañeros y demás inquisidores. El mismo Chato tuvo que explicarle al teniente coronel y a la regente que vio por última vez a Patricio solo sobre el techo de hormigón, lo que selló la hipótesis final de las autoridades. Ahora que leo que Axel Casino está preso por matar a su pareja, por tirarlo de un balcón, lo entiendo. Lo hizo otra vez, igual que esa mañana de 1982.

Comentarios

claudia paredes ha dicho que…
Era frío, pero en aquel viejo y glorioso Belgrano también estábamos nosotros, los otros, todos, la gente. Un abrazo para vos. (veo que en Madrid).

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