La ley de Ana





Ana era mala. Mala como solo puede ser una quinceañera. Pero ya tenía dieciocho. No importaba, era tan mala que su maldad no tenía ni edad ni medida. Había decidido destruirme. Y cuando una persona tan mala se propone algo así, generalmente logra su cometido. Todo termina con las manos en alto, frente al escuadrón de policía de Barrio Yapeyú, en una esquina cualquiera de la zona de Don Bosco. Me hicieron saber lo que es la ley de la calle. La ley seca y dura de los que son mandados por fuerzas extrañas, que chicos bien como yo desconocemos profundamente. Y por eso nos salvamos, los chicos bien, por desconocer esas leyes. Ana era uno de ellos, no uno de los míos. Había sido toda su vida algo así como un instante en la eternidad de esas leyes. Ella las había reconocido y había hecho vibrar las cuerdas adecuadas para conseguir poder en la estructura de mando. En ese mundo de Ana no importaba si se era policía o ladrón, lo importante era conocer los sutiles mandatos de la calle y obedecerlos a muerte. Más de uno había muerto por no obedecer, más de uno había sucumbido a la tentación de hacer su propia historia. Ana no, ella no obedecía, ella hacía las leyes y hacía que las obedezcan. Mi problema fue que Ana era bella, sensual e histérica. Lo cual me puso, luego de darle unas cuantas clases particulares de álgebra, en ese estado de excitación rayano en el delirio. Se puede decir que me enamoré de Ana en el instante en el que ella me miró embelesada. Porque el amor funciona así, es una sugestión retroalimentada por corrientes químicas que se refuerzan y aplastan cualquier intento de racionalidad. Perdí mi puesto de profesor. Porque al final Ana era la única obsesión de mis días y cuando iba a buscarla a la secretaría, todo el mundo murmuraba. Cuando al final el director se enteró y llegó mi telegrama de despido en cierta forma sentí alivio. Iba a tener todo el día para pensar en Ana. Para acorralarla, para invitarla, para seducirla Todo fue inútil, porque Ana conocía el desenlace. Es decir, había perdido todo interés en mi persona y ahora se las ingeniaba para que yo sintiera que había alguna posibilidad. En realidad me decía claramente que solo quería tener una amistad vulgar conmigo, pero yo no podía aceptar esa realidad tan anodina y cruel. Entonces comencé a seguirla, a acosarla por teléfono, a hacerle la vida imposible. En las tardes tórridas de primavera me llegaba a su despacho en secretaría y le pedía de rodillas que fuéramos esa noche al cine. Ella me decía que sí y yo la esperaba sin que apareciera. Ana era cruel, pero yo era masoquista, por eso la cosa funcionó tan espantosamente bien. Hasta que un día decidí invitarla a ese viaje a Buenos Aires. Y Ana no se pudo negar, cayó en la red que ella misma había tramado y vino. Nos alojamos en un hotel espantoso, un cuatro estrellas con ascensores a manija y paredes con terminación de madera rococó. La mirada del ascensorista me dio la pauta de que no hacíamos buena pareja. Era una relación rara y eso se notaba a simple vista. En realidad era un desastre. Porque nada de lo que me propuse con ella salió a pedir de boca, no hubo romance, ni sexo. Solo hubo una secuencia de desencuentros que desembocaron en una historia absurda y triste. Tal vez le hice daño. Lo cierto es que al cabo de unos meses me invitó a una de sus festicholas y asistí sin darme cuenta a una acción delictiva que me llevó al límite de mis posibilidades. Lo que ví en ese sitio no tiene mucha posibilidad de ser comprendido, porque en el fondo somos todos máquinas que vagamos por el universo en búsqueda de sentido. Habían tomado demasiadas drogas, se habían vuelto locos. Ana lo hacía con tres a la vez y me lo mostraban, pero yo no lo creía, solo quería tenerla y sentirla. Pero no fue así, solo me dejaron mirar
Ella me dio el dinero y la materia prima para que la cambiara por un canuto en la esquina de General Paz y Dante Alighieri. Fui yo quien tomó ese rumbo, quien se encontró con el camello. El que se involucró en toda la operación fallida. Ni siquiera había tenido a Ana. Ella ni siquiera pensaba salvarme, no había ningún beneficio en la acción. Nada me acercaría a Ana. Pero lo hice. Y entonces no me iba a quedar ahí. Tenía que ir más lejos. Tenía que probar. Y probé, lo probé todo hasta que entendí que había llegado al límite. Ningún chico bien como yo pisa los antros en los que me metí. Nadie asiste a esa festicholas. Nadie queda impune. Yo tampoco. Por eso escribo ahora desde esta celda, alucinado de sustancias tóxicas, alucinado de Ana que ya ni siquiera existe, porque también cayó en la redada y la mató uno más obsesivo aún que yo. Vivo alucinado de amor en esta celda vacía, en cierta forma aliviado porque tengo todo el día y toda la noche para pensar en Ana.

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