La autopista invisible
Como sucede en tantos otros pueblos del cinturón industrial de Barcelona, para entrar en Viladecans es necesario, más que conocer el enlace, el número de autopista lateral o el del polígono industrial aledaño, saber el número de salida exacto.
Es la única
información crucial que el sistema de navegación no brinda, “toma la salida 22”
dice finalmente y giramos levemente, con el sol de frente, viendo a contraluz
los carteles que deben llevarnos a ese destino banal, desconocido, mimetizado
en la carretera.
Recorremos las
amplias avenidas, aún trazadas en los años 70, en plena decadencia franquista,
cuando llegaban hordas de inmigrantes a hacer una nueva vida en un enclave que
abastecía a las industrias locales de mano de obra andaluza y de cualquier
punto de España. Había esperanza entonces, había lo que se llamaba desarrollo,
población nueva. El pueblo creció un 200 % con esta oleada inmigratoria.
Ahora las
lacónicas ciclovías y unas arboledas peladas, ciudadanos de a pie paseando sus
perros y ciclistas disfrazados de ciclistas en la infinidad de bares que
subsisten, algunos no, a la vera de estas avenidas y en lo que se podría llamar
centro histórico, no parecen despuntar optimismo ni pujanza.
Más bien, y
entiendo que esto tiene que ver conmigo, padre madrugador que lleva a su hijo a
una competencia de kickboxing para acompañarlo en una adolescencia tardía, es
en gran parte reflejo de mi propio ánimo, más bien lacónico, introvertido y
conectando con una tristeza melancólica y oscura.
La compenso
poniéndome, una vez que dejé a mi hijo y a su amigo en el gimnasio pintado de
rojo y negro en la persiana metálica, siempre de cara al sol. De cara al sol
subo por la calle denominada, como un resquicio de otra ola de esperanza, esta
de los años 90 del siglo pasado “ Calle de los juegos olímpicos”. Allí está el
Estadio de Beisbol, alienígena no debe
haber otro estadio de beisbol en 2000 km a la redonda, algo extraño en una cultura
charnega y mestiza, un espacio extraterrestre junto al parque de la Torre Roja.
Avanzo, de cara
al sol, por ese parque teñido de bicicletas, alumbrado por los gritos de los
que en todos los campos deportivos vibran con una competición. Con familias
enteras, incluyendo a mayores y niños, con bicicletas y gente de todas las
condiciones compartiendo un espacio común. El especial cuidado de las
bicicletas me sorprende, un estanque donde se reproduce la vida natural
autóctona, cercana al Delta del Ebro, es un verdadero gesto público de rescate de
ese ecosistema en la inmensidad de todo ese cemento circunando
Nadie podría
decir aquí que hace casi un siglo se libraron las últimas batallas monstruosas
de la guerra civil en estas inmediaciones. Nadie diría que aquí llegaron miles
de familias con las esperanzas intactas o trucadas por el progreso que parecía
infinito.
En esta mañana de
sábado post pandémica o aún pandémica, una mujer argentina abre el bar y me
deja un café cortado con sabor un poco amargo. Tomo un alfajor mardel, hecho en
Catalunya, como un requicio de otras vidas mías. Dejo a los post adolescentes
en el postpandémico gimnasio con inscripciones chinas y busco el sol como quien
busca un consuelo y alguna razón nueva para existir.
¿Qué me pasa
cuando elijo encarar el pueblo en vez de la montaña con un edificio arriba ,
cuando eludo el parc de la riera y me dirijo hacia el núcleo urbano, en
dirección al ayuntamiento y a la torre de la iglesia, que solo después de un
rato logro divisar?
Decido ver que
hay ahí, en ese lugar a la vera de la autopista, entre Casteldefells y ningún
sitio, al lado del loquero universal, sin más referencia que mi propio mapa
interior y el sol, al que sigo como un sonámbulo en una mañana que se hará
larga mientras los chicos entrenan.
Siempre me
sostengo del lado del sol. En la vereda del sol. Observo, observo a la gente.
Todos me parecen obesos, algo apoltronados en sus zonas de confort, tomando
infusiones, café y consumiendo pastelería, consumiendo conversaciones sobre
objetos, hablan de cosas. No hay una sola librería en este pueblo, solo un par
de kioskos de revistas. Alguna tienda de indumentaria sobrevive a la monstruosidad
de los Decatlon y los Carrefour. No hay nada que sobreviva a Ikea. Viladecans,
salvo por otra torre, distinta a la Torre Roja, denominada Torre del Barón,
carece casi por completo de patrimonio histórico. Nada de callecitas alineadas
con casas en paleta de colores, de ríos con edificios monumentales o de
visiones de parques con reminiscencias francesas como sucede en algunos
rincones del Norte de Catalunya, más cercanos a la frontera. Aquí todo es
nuevo, con una novedad gastada de treinta años y la gente se asoma a la mañana
de manera tímida. Las nuevas normativas, después de un par de años distópicos y
cargados de imposiciones absurdas “en post de la salud global” parecen
finalmente dar lugar a la razonabilidad de los ciudadanos para cuidarse a sí
mismos. Eso se encarna en un hombre mayor, sentado en un banco de una calle
lateral, solo, con la mascarilla puesta, como pidiendo auxilio o resignado a que
transcurra una mañana más.
Este ánimo post
pandémico y el llamado a la auto responsabilidad no parece alcanzar para que
las personas que veo, la mayoría imbuidas de mascarilla y con un aspecto entre
de recién levantados y de desarticulados o bien encajados en una indumentaria
que no es de su talle, recuperen sus habilidades sociales y en general sus ganas
de vivir.
¿Qué me pasa
con eso? De nuevo parece ser algo mío. ¿Soy yo el que tiene pocas ganas de
vivir y en mi afición voyeur le pongo toda mi desesperanza sartreana y
nihilista a esta gente que lo único que hace es pasear el perro en una mañana
de invierno benévola?.
Eso se torna evidente
en mi recorrido en torno a la iglesia
del pueblo. Quiero encontrar un núcleo
de sentido central, la centralidad, algo muy judeo cristiano. Finalmente la
encuentro, está efectivamente en un sitio un tanto más elevado. Está
herméticamente cerrada, no es ni linda ni fea, como las dos torres históricas
que permanecen con ese par de edificios noucentintas neogóticos. Es lo que es,
una iglesia, desproporcionadamente grande en su contexto, cerrada.
Escucho a un
grupo de parroquianos. Su tema de conversación, en castellano, en este pueblo
se habla castellano, no catalán, son los transportes profesionales. Y en mi
poder de observación agudizado por la caminata y la disposición melancólica
noto que no están reunidos en torno a la iglesia, si no frente a una “Escuela
de Conductores Profesionales”. Es un grupo nutrido, tal vez el más nutrido que
he visto en este pueblo “ normalizado”.
No juzgo si la connotación
religiosa que le dí al grupo y el contraste con el tema mundano de aprender a
conducir me produce algo, me remueve la consciencia y me señala de que todo
está perdido en un mundo sin espíritu. Porque eso, de nuevo parece ser mío.
De regreso me
detengo en el único barcito que me gustó, frente a un parque con equipamiento
público y zona verde, al que le da el sol. Venden churros, pero no son rellenos
ni tienen forma de churros, son unos objetos que parecen cuadrados, grasosos y deformes,
no llevan ni azúcar. El señor del bar, imbuido de mascarilla a pesar de estar
al aire libre y en un ambiente abierto, por las dudas, me acerca orgulloso la
carta de infusiones. Ya había decidido antes de mirarla que quería un Poleo Menta,
descarto todas las demás opciones como si no fuesen dignas de consideración al
no tener ese toque de novedad y relación poética que suelen tener estas cartas.
Sospecho, otra vez, que eso es mío.
Todo me parece
banal, vulgar, casi estúpido en este pueblo. Otra vez, mi soberbia, mis pocas
ganas de alternar, mi propia incomodidad conmigo mismo me ganan la partida. El
señor fumando al frente mío y echándome el humo me enciende la alarma. Seguro
el contagio del maldito virus es poderoso por esa vía y está entrando en mis
fosas nasales. Ese señor está solo, contemplando la pantalla de su móvil, como
tantos otros ciudadanos que veo a mi alrededor. Ese miedo al contagio también
es mío. Otro señor, guardando la distancia de seguridad, saluda a otro y
termina diciendo “es hora de guardarse”.
La frase me
sigue resonando cuando los chavales saborean un menú de “Can Tito”, que a los
tres nos parece “ el lugar “ para deleitarse con un menú en Viladecans. No es
tanto la promesa de que sea algo sano y fuerte, con carne y todas las proteínas
que necesitamos que ya se transmite en la pizarra frente al local, que se
intuye en la gente esperando ser sentada y en el señor ( representante de todos
los habitantes de este pueblo de origen andaluz y de gente trabajadora y
pujante), sino el hambre que tienen estos dos chavales que han estado
entrenando y dándose puñetazos en ese lugar hostil y a la vez estimulante que
los ha acogido y les ha dado sentido de progreso y cuidado personal.
Abandono Viladecans
por donde entré, por algún acceso lateral. Hay una sola gasolinera en el pueblo,
cerca de las grandes superficies y la
autopista, a la vera de la enorme Barcelona, la autopista por la que todos van
a sus sitios.
Si tengo algún
sitio en el que guardarme o no es algo que me resuena. La experiencia del
recorrido de Viladecans ha sido mística. Hay muchas cosas mías en el recorrido
y al final, una sola pregunta me sostiene despierto mientras conduzco con la
mirada en le horizonte de asfalto:
¿Qué sentido
tienen el espacio y el tiempo en ese pueblo y en cualquier pueblo a la vera de
una autopista infinita?
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